Dice el Código civil español que la buena fe se presume siempre. Sobre esa premisa, uno apostaría a que el Gobierno central insiste en la necesidad de restringir la movilidad en todas las ciudades importantes de la Comunidad de Madrid y cerrarlas perimetralmente sólo por su honda preocupación por la salud de los madrileños y del resto de la ciudadanía española.
Por otra parte, y a partir del mismo argumento, cabría interpretar que el Gobierno autonómico madrileño prefiere hacer intervenciones más quirúrgicas en los derechos y la actividad de los madrileños por razón de su compromiso con los ciudadanos, de manera que el quebranto personal y el empobrecimiento que sufran sea el mínimo indispensable para salvaguardar la salud pública.
Son dos criterios atendibles, en los que no sería muy difícil apreciar un ejercicio de responsabilidad y sensatez, si no fuera porque asistimos al espectáculo de constatar cómo las razones de unos tiran en dirección contraria de las de los otros, y cómo después de semanas de tensión y discusiones el asunto se zanja con una orden imperativa de una parte que la otra lleva ante los tribunales tildándola de nula, ilícita, abusiva y perniciosa.
Algo no encaja cuando dos administraciones cuya finalidad común es el bien público y la preservación de los derechos y las libertades de los ciudadanos son absolutamente incapaces de construir un mínimo consenso sobre cómo afrontar, cada una desde sus respectivas competencias, la misión compartida.
Los partidarios acérrimos de cada una de las dos partes lo tienen muy claro: los buenos y juiciosos son los suyos, y los de enfrente son gentuza de la peor ralea, enemigos del pueblo en cuyas manos ha caído en mala hora la potestad de decidir qué es lo que se debe o no se debe hacer para combatir los efectos de una pandemia por ahora sin cura y potencialmente mortal.
Quienes no tengan esa suerte, tras analizar los actos de unos y de otros y el contexto, es muy posible que no consigan darle la razón entera a ninguna de las dos partes en litigio y, lo que es peor, sientan que se resquebraja la presunción de buena fe de la que partían, y que tanto nos complacería a todos poder mantener, de tal manera que al final el efecto es que tanto unos como otros pierden parte de la razón que podría asistirles.
Es inevitable sospechar que el motivo por el que el Gobierno central no consigue encontrar un punto de encuentro y acuerdo con el madrileño, y pasa al requerimiento coactivo, no sería igual de imperioso, ni desencadenaría las mismas consecuencias, si en lugar de negociar sus discrepancias con un gobierno de signo político contrario lo hiciera, por poner un ejemplo, con el de otras comunidades con las que consideraciones de aritmética parlamentaria y presupuestaria las circunstancias le aconsejan mostrarse mucho más prudente, respetuoso y dialogante.
Es difícil dejar de preguntarse, por otro lado, si además de su firme afán por defender la prosperidad de Madrid y la libertad ambulatoria de sus habitantes, al gobierno madrileño no dejará de moverle en alguna medida la necesidad de esconder que su estrategia frente a la enfermedad —con abandono notorio de la atención primaria y el rastreo en favor de soluciones repudiadas casi unánimemente por los expertos como el megahospital para pandemias— ha fracasado de forma incontestable, como indica la potencia con que la segunda ola sacude la Comunidad.
En esta era en la que el trumpismo parece ser la filosofía política hegemónica, uno duda ya de que los políticos piensen más que en sus hooligans. Pero los demás también existimos.