Llegué a El dilema de las redes sociales (Netflix) por un tweet de John Müller. El documental alerta del peligroso efecto que estas plataformas -vampiras de la atención- tienen en nuestra frágil psicología. Uno de sus atractivos es que son los propios creadores quienes advierten sobre los riesgos de su obra: los otrora trabajadores de Facebook, Google o Instagram señalan que las redes son tóxicas para la salud mental de la juventud y letales para la paz social; como efectivas conductoras de fake news, son una amenaza para la convivencia.
Es una tesis fuerte, pero no me conmovió. Quizá porque mi inquietud está en otra parte: francamente, no me preocupa tanto la credulidad de mis conciudadanos hacia las fake news, como su indiferencia hacia las real news.
Decía Chesterton que los hombres no difieren mucho sobre lo que consideran el mal, pero difieren enormemente sobre lo que consideran males excusables. Y nuestra época ha confirmado la pesadilla del ilustrado: la excusabilidad del acto depende sólo de quién lo comete. El populismo ha descubierto su piedra filosofal: en una sociedad suficientemente polarizada nada de lo que hagas te pasará factura.
El dueto Sánchez-Redondo está explotando al máximo estas debilidades de la naturaleza humana. Solo así se explica que personas formadas, y aparentemente comprometidas, permanezcan impasibles ante los excesos contra-institucionales del Gobierno: el intento de renovar el CGPJ prescindiendo de mayorías cualificadas y excluyendo a la oposición; la designación como Fiscal General a una exministra del Gobierno; el nombramiento de 26 altos cargos no funcionarios, abusando de un supuesto de excepcionalidad; la propuesta de reformar ad hoc el Código penal para privilegiar a los condenados por el procés, y podríamos seguir hasta la pista de Barajas donde Delcy Rodríguez -desafiando todas las leyes de la física- aterrizó sin pisar suelo Schengen. Todo esto no ha sucedido en la Hungría gobernada por el Fidesz, sino en la España gobernada por el PSOE, ¿quién necesita fake news?
Quizá el ejemplo más evidente de este ciego dogmatismo es que Fernando Simón haya sido elevado a la categoría de santo laico. Aseguró que no tendríamos más que un puñado de casos aislados, y hemos superado los 50.000 fallecidos. Se trata de un sobrecoste que no toleraríamos a un albañil o a un taxista, y sin embargo se acepta y se premia este estrepitoso margen de error tratándose de vidas humanas. Para más inri, la segunda ola encontró a Simón debajo del agua, y a Sánchez con un solemne bronceado.
Pero las encuestas no pronostican cambio alguno. Nadie sabe cómo se gana la partida al populismo tribal. Pero parece claro que se pierde intentando forzar a que se mire al espejo quien, por su descaro, ya ha perdido hasta el reflejo. Puede que nuestra democracia esté en riesgo, pero no por la contaminación de las fake news, sino porque buena parte de la población no reacciona ante la realidad.
Se dice a menudo que tenemos peores políticos que antaño. Puede ser, pero quizá también tengamos peores ciudadanos. Muchos han antepuesto la tribu a la verdad. Y esta es nuestra realidad. El drama no es que Sánchez nos haya mentido, sino que Tezanos nos ha dicho la verdad.