Lo dice el poeta Homero en la Ilíada: es la Ofuscación la hija mayor de Zeus, expulsada del Olimpo por el padre de los dioses para mal de los mortales. A todos confunde, añade, y delicados son sus pies porque "sobre el suelo no se posa, sino que sobre las cabezas de los hombres camina, dañando a las gentes".
Hace algún tiempo que la Ofuscación se pasea incesante por las cabezas de nuestros prebostes, los de la vieja y los de la nueva política —que ha demostrado ser bien poco distinta de la otra—. Lo hace en relación con multitud de asuntos que por desgracia están muy presentes en la mente de todos; pero he aquí que ha llegado a uno donde los destrozos pueden ser de enorme trascendencia, a no ser que alguien se decida a recobrar pronto la cordura e invite a hacerlo a los demás. Se trata de la administración de justicia, que amén de un poder del Estado es la garantía última —y única— de que este lo es de derecho, y no un tosco tinglado a mayor gloria del que parte el bacalao.
Que un partido se empecine en mantener en funciones el órgano de gobierno de los jueces dos años después de caducar el mandato de sus vocales, bajo el cálculo táctico de que así sigue teniendo a través de él la influencia política que perdió en las urnas, es un disparate que bordea el vandalismo institucional. Que como excusa para su actitud alegue que resulta inaceptable que en el consenso necesario para la renovación tenga voz un partido que forma parte del Gobierno —porque sus votos en el Parlamento y en las elecciones contribuyen a sostenerlo—, es una pirueta antidemocrática que, al margen de la consideración o rechazo que ese partido suscite, se sitúa en los dominios del más rancio y decimonónico caciquismo, ese que presupone que el poder pertenece a un estamento y a la ideología en la que se asienta al margen de lo que la indocumentada plebe opine.
Pero no menos desolador resulta que ante esta situación, y en lugar de ponerla en evidencia mediante ofertas públicas y creíbles de acuerdo, la reacción del Gobierno sea comisionar a los dos grupos parlamentarios que lo apoyan para promover un proyecto de ley fraudulento —por no seguir los trámites que al Ejecutivo corresponden para ejercer la iniciativa legislativa— y que pretende la demolición del sistema vigente para propiciar que el poder judicial se vea dirigido por un consejo reducido a una mera correa de transmisión de la mayoría gobernante.
Lo burdo de esta respuesta ha hecho saltar, y con razón, todas las alarmas dentro y fuera de nuestras fronteras. Y es que por ahí no se va a ninguna parte. Responder a la ofuscación con una ofuscación de signo opuesto sólo conduce a deteriorar la imagen y la solidez de nuestras ya maltrechas instituciones. Y en este caso, además, representa una paradoja porque se trata de desmantelar el sistema instaurado hace treinta y cinco años por uno de los dos partidos hoy en el Gobierno, con razones que hoy se vuelven, inapelables, contra la reforma que plantea.
Que los jueces tienen ideología es una realidad que sólo un iluso puede ignorar. Que se requiera un consenso parlamentario reforzado en la designación del Consejo que los gobierna, para que esta ideología no condicione de modo indeseable el ejercicio del poder judicial, fue la solución planteada por el propio PSOE: discutible y discutida, pero que ha funcionado durante décadas. A la mayoría de los jueces no les gusta y a muchos sectores de la sociedad española les chirría la politización provocada por la praxis de los partidos. Pero en comparación con la propuesta sumisión al Ejecutivo, se antoja un mecanismo casi excelso.
Saquen a la hija de Zeus del debate y pacten algo que tenga sentido democrático e institucional. Que bastante mal vamos.