Viena. Cuatro muertos. Dos mujeres y dos hombres. Veintidós heridos. Un terrorista abatido. Ese es el saldo del último atentado yihadista en Europa. Último sólo en el momento en que escribo este artículo. Quién sabe si para cuando lo lean hay alguna muerte más que lamentar.
Según informe de Europol, en 2019 tuvieron lugar en la Unión Europea ciento diecinueve ataques terroristas de signo yihadista. No hace falta decir que si no fueron más, como tampoco en años anteriores, no fue sino gracias a la ingente y sacrificada labor que llevan a cabo todas las fuerzas de seguridad dedicadas a prevenirlos.
Doscientos sesenta y cuatro entre policías, periodistas, sacerdotes y gente común y corriente que asistía a un concierto o simplemente paseaba por el lugar equivocado. Esos son los que han muerto sólo en Francia desde 2012. Los últimos, en la iglesia de Notre-Dame en Niza.
Ha ocurrido también en España, Alemania, Bélgica, Reino Unido, Italia, por hablar sólo de países europeos. Los asesinos, tanto refugiados recién llegados como de segunda o tercera generación. Radicalizados en las redes, en sus barrios o en las cárceles. Convertidos en criminales mientras dormimos el sueño de los mansos, y ahora, mientras luchamos contra el enemigo invisible de la pandemia.
Lobos solitarios, nos dicen. Algunos sí. Otros no tanto.
Lo sé, nos conviene ver en la maldad locura, porque nos da menos miedo que la amenaza exterior. Pero obviarla, dar por hecho que en ningún caso existe, sólo nos hace más débiles y quienes apoyan el terrorismo, lo saben.
El 27 de noviembre se juzga en Bélgica a Assadollah Assadi, en teoría, tercer consejero de la embajada iraní en Viena, y en realidad oficial de su Ministerio de Inteligencia y Seguridad (MOIS). Se le acusa de haber organizado el atentado fallido que iba a tener lugar el 30 de junio de 2018 en Villepinte (París), en un acto organizado por la resistencia iraní y que de haber tenido éxito, se hubiese saldado con cientos de muertos.
En la operación en que se detuvo a Assadi, cayeron también tres personas más. Dos de ellas habían transportado el artefacto explosivo desde Luxemburgo, donde les había sido entregado por Assadi, y una tercera en Villepinte, donde iba a hacer estallar la bomba.
La cuestión es que la detención de Assadi, por su condición de diplomático, puso en evidencia que no se trataba de un atentado casual sino de un acto terrorista tras el cual estaba el gobierno iraní.
Desde el momento de su detención, no han cesado las presiones por parte de dicho gobierno para que sea puesto en libertad o trasladado a Irán. Pero lo cierto es que –tal como les decía– el 27 de este mes deberá someterse a juicio.
Pero no lo hará sin resistencia. Según las actas de la Policía belga, recogidas por la Agencia Reuters y confirmadas por el abogado de Assadi, el diplomático/terrorista afirmó que un veredicto desfavorable tendría consecuencias para el país. “No se dan cuenta de lo que va a pasar en ese caso” –afirmó–. “Grupos armados en Irak, Líbano, Yemen y Siria así como en Irán están muy interesados en el resultado del caso y en ver cuál es la postura de Bélgica”.
Imaginen el efecto de ese tipo de amenazas en un país que ya ha padecido ataques terroristas yihadistas y que cuenta en su capital –de hecho, la capital administrativa de la UE– con barrios en los que la Policía ni tan siquiera puede entrar.
El funcionario/terrorista iraní amenaza porque sabe que puede hacerlo. De hecho, lo grave no es la amenaza en sí, sino su certeza de que tendrá efecto. Porque nos puede el miedo y porque la respuesta de los gobiernos de la Unión ante una amenaza que –no nos engañemos– proviene del exterior, suele ser la autoinculpación, el Imagine y la mansedumbre.
El destino de París, Niza, Viena, como antes y después el de tantas ciudades europeas, se está escribiendo fuera de nuestras fronteras. Seguir negándolo no nos servirá de nada.