De todo hay en la viña del señor, con y sin pandemia. Ya llevamos suficiente tiempo con el virus para advertir que esta situación marciana no mejora el talante humano. Es más, en ciertos casos lo empeora, igual que el alcohol y la edad.
Hace un par de semanas, mi amigo David se encontró con una fiesta al llegar a su casa. Su compañera de piso decidió que era buena idea reunir a doce personas para tomar unas copichuelas, como si estuviéramos en el 2019. Podríamos pensar que los adolescentes son, de por sí, incautos y gilipollas. La chavala en cuestión es una señora licenciada de más de veinticinco años. Y de treinta.
Al cabo de cuatro días, ella y su novio daban positivo en Covid. Era de esperar.
Cualquiera imaginaría que, ante este panorama, la licenciada se confinó en algún lugar remoto, alejada de aquellos compañeros de piso a los que había puesto en peligro.
Nada de eso.
Que se metan ellos en sus habitaciones, que ella necesita campar libre por la casa porque está a dieta y tiene que cocinar. Que no se va a casa de su novio por si entre los dos elevan la carga viral y se ponen malísimos. La gente se pasa con quien puede pasarse y esta gorrina se crece ante la seguridad de que ninguno de sus compañeros, más buenos que el pan, van a arrastrarla hasta el rellano.
Si no es porque David nunca miente, pensaría que se ha inventado esta historia, pero no. La licenciada debe ser parienta de aquel que me contestó que si me molestaba que los fumadores se bajaran la mascarilla para echarme el humo (con sus aerosoles correspondientes) en toda la jeta, me apartara. Lo mío con los fumadores maleducados viene de lejos, he de decir.
En este país disfrutamos de una comida estupenda, un clima divino, mucho arte y una oferta cultural amplísima, pero sufrimos un mal tremendo: no nos quejamos.
No lo hacemos en los restaurantes ante un mal servicio, ni cuando el camión del vidrio despierta a todo el barrio un sábado a las ocho de la mañana. No vamos a casa de la vecina a aporrear la puerta cuando sus cuerdas de tender la ropa chirrían hasta el más allá desde hace cinco años, aguantamos la mala educación de los niños en las tiendas. No le indicamos al dependiente que lo suyo es un “gracias y por favor” y dejamos que más que doblar, arrugue en la bolsa la ropa que acabamos de comprar.
No le decimos ni mu al que pasa por nuestro lado sin mascarilla, ni denunciamos al dueño del bar que agrupa a diez personas en una mesa. No llamamos a la Policía cuando, en pleno confinamiento, los mensajeros transitaban de local en local a boca descubierta. Lo mismo con los taxistas que pretenden agarrar tus maletas sin nada que cubra su cara.
Así nos va, que dice la OMS que no sabe lo que pasa en España, este país en el que le tememos más a la ausencia de tapa y cerveza que a la hecatombe sanitaria y económica. Esta tómbola de luz y de color que se ha pasado el verano de paella en paella y de playa en playa, llenando de bichito coronavírico a todo quisqui. Somos muy de la castañuela, para bien y para mal. Para muy mal esta vez.
Nunca interiorizamos eso de que mi libertad acaba donde empieza la tuya, y sin límites la convivencia se complica. Estamos confundiendo bienestar con hijoputez, porque una cosa es que decidas jorobarte la vida y otra muy diferente que tu verbena ponga en peligro la mía.
Ojalá aprendamos de esta y dejemos de callarnos ante los sinvergüenzas. Lo del mal que por bien no venga y esas cosas.