A medida que los españoles vamos conociendo todo lo que ocultaba el rey Juan Carlos I bajo sus espesas alfombras, se va agotando la capacidad de asombro, aunque no la de escándalo. Con cada nueva revelación, va menguando la estatura moral de quien por otra parte, a diferencia de otros reyes de su dinastía, y así se lo ha de reconocer la Historia, en alguna ocasión hizo algo más que defraudar a aquellos sobre los que se le concedió reinar y comprometer de manera temeraria el futuro de su reino.
El problema es que la alusión a su gran logro, propiciar la transición de una dictadura rancia, casposa y vergonzante a una democracia capaz de integrarse en el club europeo, va quedando cada vez más, por antigua y consabida, como una declaración formularia que apenas capta ya la atención, frente a los nuevos detalles, a veces chuscos y casi siempre poco gallardos, de sus acciones en bochornosa contravención de leyes que nos obligan a todos.
Lo que se va sabiendo, y el propio interesado reconoce con declaraciones complementarias y extemporáneas, no sólo le hace protagonista de comportamientos ilícitos, sino que para mayor destrozo extiende la onda expansiva de sus ilicitudes a los miembros de su familia, cónyuge, hija y nietos, a los que proveyó de medios contaminados para hacer frente a sus gastos.
Cuando uno se pregunta por la razón que hizo posible un desastre de estas proporciones, que de rebote ocasiona daños de difícil reparación a la institución monárquica —para alborozo de todos los que sueñan con verla desfilar en un ataúd camino del cementerio de la Historia—, es imposible no pensar en algo que a Juan Carlos de Borbón le ha hecho a la postre tanto mal como el que le hizo a una buena parte de sus predecesores, tanto de la casa de Borbón como de los Austrias: esa deliciosa y constante sensación de impunidad. Alimentada por sus cortesanos —todo monarca los tiene, aunque renuncie a una corte convencional, como hizo Juan Carlos—, no sólo resulta incompatible con la condición de rey constitucional —así lo comprobó su abuelo, a quien se embarcó rumbo al exilio con ese consenso que tan raro resulta entre nosotros, el de izquierdas y derechas—, sino que ni siquiera es prudente para un rey absoluto.
Ahí está el caso de Carlos I, emperador además de rey, que en un tris estuvo de quedarse sin la columna vertebral de su poder, la corona de Castilla, por creerse por encima de su reino hasta el extremo de ningunearlo y usarlo para su provecho.
Han sido demasiados años de creer que, más allá de las huecas fórmulas de ejemplaridad de los discursos navideños, al rey se le permitía ir por libre y hacer y deshacer en sus asuntos, ante la mirada de lacayos sordos, ciegos y mudos que nunca iban a revelar al mundo sus conductas impropias o abusivas. Ha sido demasiado el tiempo que el viejo rey ha vivido intoxicado por los efluvios del halago acrítico y abrigado bajo el manto del silencio servil y, como todas las veces anteriores en las que un monarca disfrutó de esa droga, acabó perdiendo la brújula.
Ahora, en la recta final de la existencia, le toca apurar el más áspero de los oprobios, el repudio de las gentes humildes, el desdén de quienes le aplaudían y, lo que resulta más lacerante, la burla de quienes han convertido sus desventuras en sainete y pasto de memes. La impunidad por la que tomó su inviolabilidad constitucional ha resultado en fin aciaga para su persona, para el legado que le ha dejado a su sucesor y para el país al que tuvo hace cuatro décadas la lucidez de abrirle paso a una forma de Estado que por su mala cabeza ahora cruje y se tambalea.
No es mejor, ya lo decía el intuitivo Heráclito, que sucedan a los hombres —ni a los reyes— cuantas cosas quieren.