Volví a verlo hace unos días, cuando ya casi lo había olvidado. Lo encontré removiendo un cajón de ropa discreta y vulgar, la clase de prendas que le dan la razón a los días laborables. Vaqueros y camisas con los que nunca sucede nada indeleble, sólo que la vida se va y una la torea con sencillez y bravura, con jerséis y botas cómodas por si hay que salir corriendo detrás de algún villano callejero o un tren nocturno, con bolsos de guerrilla capaces de guardar cadáveres, tampones y pintalabios dentro, todo mientras una fantasea tontamente con ser una de esas mujeres delicadas con bolsos de mano a juego con diminutos taconcitos, pero al final de día se recuerda a sí misma que renunció a la elegancia a cambio de algo tosco como es la autodefensa, y, al cabo, se entiende bien y se sonríe dándose ánimos.
Digo que lo encontré medio hecho un revoltijo, pero allí estaba, reflectante: un body del pasado año, uno de estos tops de manga larga y escote en uve que ponerse sin sujetador, de terciopelo oscuro, con reflejos de colores y dos señoras hombreras muy exageradas y llenas de pedrería colgante estilo ochentero. Aquel body era un circo, lo supe en cuanto lo vi en la tienda, era una prenda de esas donde empiezan todas las novelas.
Yo estaba secretamente orgullosa de ese body con el que jugar todos los partidos, pero sólo me lo había puesto un día, un día en el que fui feliz -porque me lo quitó quien me lo tenía que quitar-, así que se había convertido un poco en un amuleto para rematar las jornadas que se intuían apasionantes. Hasta que un sábado noche por estas fechas, agonizando de resaca y tumbadas boca arriba como dos lagartas secas, me dijo mi amiga C. que si le dejaba algo de ropa para una cena que tenía esa noche y a la que no le apetecía mucho asistir.
“Ven conmigo”, me invitó. No, no, de verdad que no tengo yo cuerpo para socializar hoy. “Anda, un rato sólo”, insistió, pero me negué: a veces una tiene que ser tajante en abrazar sus verdaderos sueños, es decir, una hamburguesa bien calórica y una maravillosa película de Bergman mientras allá afuera en el centro de Madrid la gente se ríe falsamente con comensales que no soporta o esperan, hastiados, su turno para hablar pero jamás escuchan. “No voy a ir, ya te digo yo que no, que de aquí no me mueve ni una grúa, pero mira: te voy a dejar un body precioso que te va a reactivar la noche entera”, le dije. En qué momento.
Mi amiga iba arrebatadora, hermosa hasta la desesperación, burbujeante y suave, inteligente en cada ademán, en una de esas ocasiones tan repetidas en nuestras vidas en las que no sólo me replanteo mi sexualidad sino que me pregunto de qué forma puede uno asir tanta genialidad: no basta abrazarla, no bastaría follarla. Uno no puede alcanzarlo todo. Como decía aquel poema de Cecilia Vicuña: “Mirarte ha llegado a ser más íntegro / que tocarte”.
Bien, en ese estadio de fascinación había despedido a C. en la puerta y me había quedado dormitando en el sofá, cuando a las dos horas recibo su llamada. Estaba llorando. Lloraba con tanta pena, con tanta rabia, que casi no conseguía entenderla -suerte que la intuyo-. Temblaba. Me contó que en la numerosa cena no habían parado de deslizarse coñas alrededor de su ropa. De sus pechos. Coñas hasta el hartazgo. De la lascivia a la humillación. Incansablemente.
Fue un encuentro dedicado a sus tetas. Se volvía a ellas en la charla como un bumerán. Los machos -presuntamente colegas- recogían una y lanzaban otra. Los demás callaban. La primera vez, ella había intentado tomárselo a broma, como desgraciadamente hacemos muchas mujeres ante comentarios abusivos en espacios de presunta confianza -“no vamos a cortar el rollo, mejor no me voy a alterar demasiado, no sea que enrarezca el ambiente…”-, pero después la angustia se hizo bola. Ya no le salía la voz del cuerpo. La vergüenza que habían logrado que sintiera la anuló durante toda la cena. Se fue haciendo diminuta. Cuando ya apenas era imperceptible para el ojo humano, huyó prematuramente de las copas y se fue a casa, con el abrigo abrochado hasta arriba, para poder defenderse del mundo.
La rabia que sentimos ambas a partir de ese encontronazo la amasamos durante días. Después alcanzamos la chanza. “Vamos, que me tuve que ir de la cena por tener tetas”, decía ella, con toda la salsa que lleva en lo alto. “También te digo: primera vez en tu vida que estás un sábado a las doce en la cama, cari. No te llegan a acosar y es que no hay quien te lleve al Rastro un domingo”, la reprendía yo. Una no supera una mala racha: se sube encima. Una no supera una existencia llena de pringue misógino: se sube encima, la pisotea y se sacude las babas como la placenta de un macho muerto.
Acordamos, al fin, y amiga y yo, que ese top -lejos de ser censurado o hecho trapo- era un objeto emblemático y prácticamente esotérico, capaz de leer las auras de los grandes cerdos de dos patas camuflados como ciudadanos de bien -¡con valores republicanos, te diría!- que pululan a nuestro alrededor, y que a veces son nuestros amantes, o son nuestros amigos, o son nuestros compañeros de trabajo. Ese top pasó de ser una tela sonrojante a un agudísimo detector de violadores. Es el top que los desenmascara a todos. El top que saca al animal seboso, hambriento y cruel que llevan dentro, oculto tras los perfumes de la cultura y la urbanidad. El top que les perseguirá para recordarles lo que son.
Por eso el otro día, cuando me lo encontré en el armario caótico, le hice una foto y se la pasé a C.:
-Llegó mamá- le escribí, adjuntándole la imagen.
-¡El body que desvela Manadas! Cristalino.
-Pues lo voy a lavar y habrá que darle un paseo.
-Viene navideño y festivo. Sácalo de ahí que vamos a darle una nueva vida.
Se la daremos antes de que nazca el niño Jesús, prometido. Nos veremos en las calles, en las cenas y en los bares con aforos restringidos. Pero esta vez llevaremos navaja. No sea que algo vuelva a hacerles mucha gracia.