El pasado 3 de octubre de 2017, S. M. el Rey Felipe VI pronunció, ante las cámaras de TV, el discurso más importante de su reinado. La sociedad española, desconcertada y expectante por la incapacidad, desidia y torpeza del gobierno de Rajoy, agradeció infinito una voz firme en defensa de la unidad de España, de nuestras libertades y derechos constitucionales.
En mi opinión, la clave de aquel mensaje del Rey fue omitir la palabra, el concepto, que había sido el trampantojo de los separatistas y del gobierno: el diálogo. La apelación al espíritu y legalidad constitucional por parte del Rey contrarió a los separatistas; la ausencia del latiguillo dialoguero les molestó todavía más. Era evidente que, en aquella hora crítica, la representación de esta vieja y experimentada Nación, personificada en el Monarca, expresaba que no estábamos dispuestos a comulgar con ruedas de molino.
El diálogo –y más todavía, el debate público– es un concepto valioso en política; pero lo relevante son los hechos. La ley catalana de desconexión del 7 de septiembre de 2017 fue la "invasión de Polonia de Hitler", la señal de que el separatismo había cruzado el Rubicón. Un gobierno paralizado, atrincherado en los tribunales y en la improvisación del barco Piolín, hizo que la opinión dirigiera su mirada a las televisiones aquel 3 de octubre. Todos respiramos, menos los golpistas.
Precisamente, la lección de la crisis de 2017 es que quien incumple el espíritu y el contenido de la Constitución termina en la cárcel, como Junqueras, o fugado al extranjero, como Puigdemont. De ahí que resulte especialmente imprudente e inconveniente cualquier apelación a "interpretar", de modo forzado o torticero, cualquiera de los mandatos constitucionales que imponen límites a la Corona, al Gobierno y a los partidos políticos.
En los discursos políticos se acierta con lo que se dice y con lo que se omite. Tengo la impresión de que la opinión pública española va a escuchar el discurso del Rey la noche del 24 de diciembre, el discurso de Navidad, con lógica expectación y esperanza. Me atrevo a sugerir que, en esta ocasión, va a ser más importante lo que se diga que lo que se omita. Si tuviera que elegir un concepto de visión de futuro positivo a la polarizada clase política española, cuya tensión amenaza con extenderse al resto de la sociedad, sería: concordia.
Fracasada la opción violenta para derribar el franquismo, en el inicio de los años 50 del pasado siglo, el Partido Comunista Español apostó por una política de reconciliación nacional que fue ganando adeptos en el conjunto de la oposición y en los sectores reformistas del régimen nacido después de la guerra civil. Esa idea de reconciliación está en la base del mayor acierto de la clase política y de la sociedad española en la gran operación de la Transición en los años de 1977 y 1978. La concordia triunfó sobre la discordia y la exclusión.
Haremos mal si limitamos la responsabilidad de la presente discordia que padecemos a uno sólo de los actores políticos. Quizás aquel "váyase Sr. González" tuvo su efecto en la opinión, pero a mi juicio marcó un camino erróneo en el Congreso que la clase política no ha abandonado hasta ahora: personalizar el debate.
España padece, desde hace más de veinte años, un Salón de Sesiones que, en lugar de ser un salón de los encuentros, muchos diputados han convertido en un ring de descalificaciones personales. En el hemiciclo predominan el griterío, los insultos y las descalificaciones justo en el ámbito en el que la oratoria, la palabra ordenada y en libertad, está convocada para exponer razonamientos políticos. Valores perdidos como la cortesía parlamentaria y el respeto al adversario recuerdan lo peor de la II República.
Durante el discurso de Navidad del Rey, en el breve espacio de diez-quince minutos, el monarca suele recorrer, o al menos mencionar, los múltiples problemas y aciertos de la sociedad española. A los españoles nos basta con saber que contamos con el Rey, primer y principal garante de las libertades y del Estado de Derecho que consagra la Constitución.
En cuanto a las omisiones, harán mal algunos políticos y medios de comunicación si pretenden que el discurso de S. M. a la Nación, en esta hora crítica, sea la ocasión para hacer seguidismo de una agenda política conflictiva, ajena al interés nacional y orientada a extremar la polarización.
Procede escuchar, respetar y debatir para resolver problemas en lugar de una agenda de tensión que cada día inventa nuevas hostilidades y, lo que es peor, las personaliza. Se trata de recuperar lo mejor del mayor acierto de la política española del siglo XX: el triunfo de la concordia y la inclusión sobre la discordia y la exclusión.