Aunque tienen ganada mala fama por la inestabilidad de sus instituciones políticas, siempre he sentido debilidad por la manera en que proveen los italianos a la designación del titular de la jefatura del Estado, que como bien se sabe es en su caso la presidencia de la República en la que se organizan. Admiro cómo lo hacen y cómo les resulta. La idea de que ambas Cámaras, que tienen plena legitimidad democrática, elijan al presidente, entre personas de larga experiencia y comprobada integridad, y por ello en general muy mayores, es tan simple como brillante.
Quien por este camino llega a esa magistratura tiene sus ambiciones colmadas, los hijos -y hasta los nietos- colocados, no aspira por ley natural de vida a pasarse demasiados años en el palacio presidencial y ha dado tiempo suficiente a que se sepa si es o no trigo limpio, porque los truhanes pueden disimular pasajeramente, pero a medida que pierden facultades terminan por meter la pata y se les acaba viendo el pelo de la dehesa.
Es ejemplar, a este respecto, ese pasaje de Il Divo, la gran película de Paolo Sorrentino sobre el inefable Giulio Andreotti, en el que el sinuoso político, varias veces primer ministro, aspira a la presidencia con falsa humildad -"me considero un hombre mediano, pero no veo ningún gigante por aquí", les dice a sus partidarios cuando estos se lo proponen- para encontrarse con que las cámaras lo rechazan de la forma más humillante.
Y si el filtro funciona, también lo hace la institución en sí misma: recordemos aquel episodio, no tan lejano, cuando un primer ministro que se dedicaba a pasar las noches en blanco con batallones de señoritas perdió los papeles y el presidente de turno, el comunista Giorgio Napolitano, lo llamó a capítulo y le señaló la puerta, que el interesado tomó sin vacilar. Nadie se imagina que eso pueda hacerlo con el jefe de Gabinete que tiene una mayoría en el parlamento un jefe del Estado que no esté en condiciones de invocar el origen democrático de su investidura, por lo que la República Italiana tiene así funcionalidades, útiles, de las que carecen otros sistemas donde falta ese requisito.
Esa es la república que a uno le gustaría -y no faltan entre nosotros los candidatos de edad y autoridad moral suficientes para presidirla, pienso en un José Luis Sampedro cuando vivía o un Emilio Lledó ahora que él ya no vive-, pero tenemos lo que tenemos y toda la alternativa republicana que está sobre la mesa es ese aquelarre encaminado al despiece que patrocinan gurús de la talla de Gabriel Rufián, Arnaldo Otegi o Jaume Asens, bajo la siempre astuta batuta vicepresidencial. En ese dilema, hay que discurrir con pragmatismo, y se me permitirá que el criterio por el que me incline sea justamente el de buscar la autoridad moral que permita al titular de la magistratura ser de alguna utilidad al país y a las personas que lo disfrutan y padecen.
Tiene complicado el Rey ejercerla, habiendo heredado el puesto de quien le pasó la corona, y siendo este el sucesor de perlas éticas como Alfonso XIII, Isabel II, Fernando VII o el trilero Carlos I, que le birló a Castilla su caudal para hacerse césar de los alemanes. Sin embargo, y sin negarle este lastre de origen, cuando se le escucha hablar de principios morales y de aspirar a representar a todos, suena a que se lo cree, por más que se lo discutan quienes le exigen el imposible de que dore la píldora a los que buscan desbaratar la Constitución que lo legitima.
Más dudosos parecen los principios morales de quien le da decenas de miles de euros en contratos públicos opacos a un amigo. O los de quien fabrica delitos para liquidar a alguien. O los de quien engaña o justifica hacer violencia a su pueblo. Una república así muñida sería la pesadilla de este republicano.