Tres sentencias recientes del Supremo me provocan congoja: la que condena a la revista satírica Mongolia, la que condena al colectivo Homo Velamine y la que condena al columnista Juan Antonio Horrach. Por hacer el cuento corto, a los primeros se les condena por el uso de la imagen de un torero en una cartel promocional de su espectáculo, a los segundos por el inexistente tour de La Manada y al tercero por mencionar la ya conocida públicamente condición sexual de un regidor mallorquín en una columna de opinión. Les presupongo informados, así que voy a opinar, que de eso va esta columna. Si se pierden en los detalles, me googleen los casos y les espero en el siguiente párrafo. No hay prisa.
Como decía. Uno de los indicativos de la salud democrática de un país es, precisamente, el ejercicio de la libertad de expresión y la libertad creativa. Y estas tres sentencias podrían sentar un precedente, si no legislativo sí disuasorio, que las amenaza seriamente. Todos deberíamos poder ejercerlas sin temor ni condiciones y con los únicos límites que aquellos que claramente marca la ley. Es tan obvio lo que digo que mientras lo escribo me da como vergüencita, como si estuviera señalando aquel artilugio sobre el que me encuentro sentada y diciendo, en voz alta, “silla”.
Pero es que, lamentablemente, no es tan obvio y no está de más recordarlo. Nos encontramos en la era del tiquismiquismo, el imperio de la hiperventilación, donde cualquiera puede ofenderse por cualquier cosa y, en lugar de lamerse el rasguñito y no prestar más atención, de poner discretamente una tirita en el alma, y seguir viviendo, brama agraviado exigiendo reparación. Que le corten la cabeza. Esta hipersensibilización estrecha, o al menos lo intenta, los márgenes de nuestras libertades, de las de todos. Incluidas las de los eternamente agraviados, ora porque tu chiste no me ha gustado, ora porque tu opinión me parece deleznable. Y aquel ”eso no se dice” de nuestra infancia se ha vuelto una indicación brutalista.
Tengo dos noticias, una buena y una mala. Como en los peores chistes.
La mala noticia es para los hipersensibles: los límites a la libertad de expresión funcionan en todos los sentidos, no son unidireccionales, más allá de ideologías y creencias. Si logras que lo que a ti te ofende sea imputable, reprobable o censurable, si limitas mi libertad para expresarme porque no opino como tú o te gusta lo que digo, estás limitando la tuya al mismo tiempo. Porque en algún momento dirás algo en lo que alguien como tú, que no cree en esa libertad, esté en desacuerdo. Y serás tú quién le habrá abierto la puerta para acallarte. Aunque ahora lo hagas en nombre de una causa justa, la más justa incluso, ese mecanismo es pervertible. C’est la vie.
La buena es para los que creemos en la libertad de expresión siempre, incluso -o mejor dicho, sobre todo- cuando se manifiestan ideas contrarias a las nuestras. A los que seguimos pensando que la mejor manera de avanzar en el conocimiento es mediante el sano intercambio de argumentos y que a las malas ideas se las combate con mejores ideas, pero nunca callándolas: todavía tenemos libertad. Es ahora cuando hay que ejercerla. Aunque sea incómodo, aunque nos señalen, aunque en el camino nos dejemos algo -los compañeros que nombro arriba se han dejado amigos, trabajos y dinero, como poco-.
Tampoco vamos a salir a los balcones a aplaudir a las ocho, pero sí podemos seguir expresándonos libremente con ahínco y, sobre todo, podemos no ser cómplices silenciosos de esta dinámica melindrosa por miedo a la turba y el señalamiento.
Tampoco está mal, como propósito de año nuevo, tratar de preservar nuestras libertades ¿no?. Mejor que ponernos a dieta, que sabemos que no lo vamos a hacer.
Feliz año.