En Quiero la cabeza de Alfredo García, obra maestra de Sam Peckinpah, un terrateniente mexicano apodado El Jefe ofrece una recompensa por la cabeza del hombre que ha embarazado a su hija. En el Oeste, donde rige la cultura del honor, todo esfuerzo se concentra en restaurarlo cuando ha sido mancillado. Nadie cuida de la víctima; su estatus moral es insignificante.
Los sociólogos Bradley Keith Campbell y Jason Manning nos mostraron cómo, tras superar la cultura del honor y de la dignidad, habíamos aterrizado en el paradigma del victimismo. La víctima no es sólo digna de respeto y atención, sino que su estatus moral ha pasado del nadir al cenit.
Pero el privilegio de la victimización fomenta incentivos perversos. Este giro cultural explica que los ofendidos se hayan constituido como una nueva identidad colectiva que se permite, por ejemplo, pedir la cabeza de un veterano escritor por sentirse agredida por sus columnas.
Es evidente que Félix de Azúa no es el columnista más representativo de la línea editorial de El País, y eso honra a ambos: al primero por su coraje y al segundo por su tolerancia.
Pero los medios deben cuidarse de ceder ante las demandas de determinados perfiles. En la pieza que publicó el defensor del lector, algún afectado reprochaba a Azúa su sectarismo, lo cual tiene su ironía: escribe a su periódico para quejarse del columnista más alejado la línea oficial ¡y considera que el sectario es el columnista!
Otro lector le recrimina que escriba con "licencia para insultar y ofender", para seguidamente llamarle machista, clasista y vincularlo con la extrema derecha. Se demuestra así que el insulto no incomoda a estos lectores tanto como la ofensa: no les preocupa que Azúa insulte a Ada Colau, sino sentirse ofendidos porque Azúa insulte a Colau.
El derecho de rectificación y los tribunales existen para defenderse de las injurias, pero sólo dos cosas pueden proteger a los lectores ofendidos de las opiniones incómodas: la madurez intelectual o la censura. Y la batalla la está ganando la segunda.
En Estados Unidos varias redacciones y editoriales cuentan con "lectores de sensibilidad" (sensitivity readers). Su papel consiste en revisar manuscritos en busca de expresiones o pasajes potencialmente ofensivos. Suelen estar en medios muy comprometidos con la diversidad, aunque su principal preocupación es que no se les cuelen opiniones diversas (acierta G.K. Chesterton cuando dice que la sobrecivilización y la barbarie están a una pulgada de distancia).
Pero los medios, además de informar y enmarcar los debates de actualidad de acuerdo a su ideología, tienen la obligación moral de endurecer a sus lectores, de fomentar su sentido crítico para que no se sientan agredidos ante cualquier afirmación altisonante o cuestionamiento de sus ideas preconcebidas.
En estos tiempos en que políticos y medios no resisten la tentación de tratarnos como a infantiles catecúmenos, ahora que tratan de evangelizarnos con nuevos oscurantismos, los defensores del lector deberían velar menos por las agresiones a nuestra sensibilidad y más por los insultos a nuestra inteligencia.