No hay quien sea justo, ni siquiera uno (Romanos 3, 11)
Duerme tranquila Carmen Flores. No sé si hay algo que le quite el sueño a la alcaldesa de Aguilar de la Frontera. Ignoro si en su corazón de comunista anida algo más que el odio y el sentimiento de revancha. Si su insensibilidad es la misma que la de la siniestra gente del Daesh.
¿Dónde está la cruz? Esa que, sin más justificación real que su voluntad, mandó arrancar desde su base para lanzarla después, para mayor escarnio, a un vertedero. La del Convento de las Descalzas, esa que quisieron cobijar las monjas, siquiera sus trozos, y a lo que ella se negó.
¿Memoria histórica? Desprovista de toda simbología, convertida en emblema de reconciliación, no era más que una cruz, dos palos atravesados, la imagen de una fe mayoritaria en España.
Y aunque no lo fuera, ¿hay algo que justifique la destrucción de un símbolo de la religión que sea? ¿Se atrevería a hacerlo con otra? ¿No se le llama a eso delito de odio? Déjenme que les responda: sí.
Estremece ver el vídeo del momento en el que los operarios del Ayuntamiento proceden a seccionar la cruz como si de un árbol se tratase. Todo normal, todo banal, sin más que una tímida protesta. Sin un trabajador dispuesto a negarse a hacer algo tan injusto. Sin el pueblo rodeando la cruz para impedir que la sajen a golpes. Sin un solo creyente (siquiera de bodas, bautizos, comuniones y funerales) dispuesto a dar la cara para impedir esa ignominia.
¿Ni un solo justo en Aguilar de la Frontera?
He conocido a gentes (sirios, iraquíes) que huyeron de su patria y de una muerte segura, sólo por ser cristianos. Mujeres que fueron violadas por eso mismo y que languidecían en un centro de refugiados de Beirut. Otros que en Alepo aguantaron estoicos las bombas, el hambre y la destrucción, negándose a abandonar la tierra en la que moran desde hace 2.000 años.
Los mismos que se empeñan en no marcharse ahora de una ciudad fantasma amenazada por las bandas armadas y por un bloqueo internacional injusto.
He oído el testimonio de los que son perseguidos en Nigeria por su fe. Los que han visto cómo raptaban a sus niñas y las convertían en esclavas sexuales. O los que habían oído en directo, desde su teléfono móvil, cómo mataban a sus hijos en el internado de Buni Yadi.
También el de los que introducen Biblias en Arabia Saudí como si fuera peligroso contrabando, jugándose la vida. O el del hermano del político pakistaní Shahbaz Bhatti, asesinado por oponerse a la Ley de la Blasfemia y a la ejecución de la joven cristiana Asia Bibi. O el de cómo la muerte amenaza, cada día, a los coptos de Egipto.
En Corea del Norte, en China, en Filipinas, en Irak, en Nigeria, en Egipto, en Siria, en la República Centroafricana, en Pakistán, en la India, en Myanmar. En todos esos países, ser cristiano es una condición que se paga con la pobreza, la prisión o la muerte.
Sin embargo, sus comunidades resisten.
En ellas hay más de un justo. Sólo por su elección, por su valor, todos lo son. En esos países, después de un atentado, de una bomba que cae sobre una iglesia, del paso de las milicias de Al-Nusra, del Daesh, de Al-Shabab o Boko Haram, es posible ver una cruz destrozada.
O la imagen decapitada de un Cristo o de una Virgen.
O quizás un cáliz abollado bajo los escombros.
Una no espera ver esa misma imagen en España en 2021. Ni imagina ver una cruz tirada en un vertedero por orden de una alcaldesa. Y menos toparse con tal indiferencia.
Lamento decirlo, pero no veo un solo justo, no, en Aguilar de la Frontera.