Mi problema con Cayetana Álvarez de Toledo* es ese que describe Carlos Marín-Blázquez en su libro de aforismos Contramundo. "¿Quién va a elegir pensar hoy, pudiendo emocionarse?".
Marín-Blázquez lo dice como si lo óptimo fuera la razón y lo malo, las emociones. ¿Pero dónde está eso escrito? "A la luna no llegamos deseando llegar a la luna, sino calculando parábolas" suele decirse.
Bueno, no estoy tan seguro. ¿Quién se habría puesto a calcular parábolas si no fuera por un deseo irracional de llegar a la luna?
Y lo de irracional es importante porque la conquista del espacio ha costado cientos de vidas de astronautas y de pilotos de prueba. A ver cómo convences a un tipo de que se suba a una lata que reposa sobre un depósito de 300.000 litros de combustible en ignición si no es con la emoción de por medio.
¿Quién bailaría sardanas, una coreografía tribal que exige contar mientras la ejecutas, quizá para sepultar cualquier asomo de gozo que pueda joder ese ritual de pesadumbre colectiva, si no fuera porque esta te conecta con el jugo medular de la Cataluña telúrica?
El psicólogo Jonathan Haidt lo explica con la metáfora de un elefante y un jinete. El elefante es poderoso, supersticioso, obstinado y prefiere la gratificación inmediata, así que tenderá a seguir el camino que presente menor resistencia.
El jinete es capaz de analizar y planificar a largo plazo, pero tiende a sobreanalizar y carece de la fuerza necesaria para avanzar en solitario por determinados caminos.
En la metáfora de Haidt, el elefante es la emoción y el jinete, la razón. Tanto se ha hablado del mito del ser humano como animal racional que tendemos a pensar que el motor de su acción es la razón y que las emociones llegan después, a rebufo de lo intelectual.
Pero la realidad es exactamente la opuesta. Primero sentimos y luego buscamos justificaciones racionales a ese sentimiento. La religión o las ideologías políticas redentoristas (las herederas de la primera) son ejemplos claros de ello.
Primero sientes la llamada de la sardana y luego te pones a contar obviando que bailar debería ser una actividad divertida y que calcular ecuaciones pedrestres mientras lo haces es una subversión un tanto rocambolesca del concepto.
Que la inteligencia no es la virtud suprema del ser humano, en fin, lo demuestra que hemos llegado hasta aquí cabalgando a lomos de una inmensa masa de imbéciles. Están por doquiera y sólo hay que echarle un vistazo a las instituciones públicas para cerciorarse de ello.
Pero a pesar de ello la sociedad sigue progresando, entendiendo progreso como bienestar material y relativa ausencia de violencia. Para valoraciones morales sobre el progreso, consulten con su sacerdote de guardia.
Mi sospecha es que ni siquiera los grandes sabios, la guinda sobre la inmensa masa de imbéciles de la que hablaba antes, han sido imprescindibles para el progreso de la humanidad. Mi sospecha es que habríamos llegado aquí igualmente sin ellos. Dios escribe recto con renglones torcidos.
Mi problema con Cayetana Álvarez de Toledo es también mi problema con el positivismo y el racionalismo, con Montesquieu, Diderot e incluso, si me apuran, hasta con el concepto de democracia deliberativa de Jürgen Habermas. Esa sensación de que todos ellos se hacen trampas al solitario con la naturaleza humana.
La cosa tiene su ironía porque es la izquierda, con su rechazo cateto de la naturaleza humana, y sus teorías sobre la libre elección de sexo y el todo es social a cuestas, la que mejor ha sabido aprovecharse de ella.
La derecha, sin embargo, ha demostrado una y otra vez su incapacidad para transformar en votos su comprensión exhaustiva de una realidad que, sin embargo, sigue rechazándola como a un cuerpo extraño.
¿Pero por qué la emoción es una virtud intrínsecamente inferior, más sucia, más corrupta, más manipulable, que la inteligencia? A otro perro con ese hueso.
Mi problema con Cayetana es que todo ese cartesianismo, todo ese racionalismo, todo ese impecable razonamiento filosófico, jurídico e histórico, y que resulta imposible no compartir, es filfa al lado de una ventosidad mental con tirabuzones de Pablo Echenique, o Adriana Lastra, o Pablo Iglesias, o Gabriel Rufián.
Sí, oigan, el jinete del constitucionalismo lleva razón. Pero está siendo aplastado por dos elefantes, uno de izquierdas y otro nacionalista, que han comprendido que la sociedad iliberal (el palabro fino para autoritaria) que siempre han deseado puede ser impuesto utilizando en su favor los resortes de una democracia que va camino de convertirse en un cascarón vacío. No sólo en España, sino en todo Occidente.
Y los que es aún más relevante, entre el aplauso de una inmensa masa de esclavos vocacionales, más conocidos como votantes.
Mi problema con Cayetana, en fin, es que lo he apostado todo a una idea, la del constitucionalismo, que ya no funciona.
No en sí mismo, porque constitucionalismo no es más que un sinónimo de Estado de derecho, sino como tesis política capaz de mover masas y, sobre todo, de alejarlas de dioses falsos como la igualdad, el antifascismo, la lucha contra el cambio climático, la digitalización, el diálogo, la moderación o el progreso, en el sentido en que la izquierda entiende el progreso.
Así que en realidad el problema lo tengo conmigo mismo porque no alcanzo a atisbar qué idea podría reemplazarlo. Con éxito, claro.
* En realidad no tengo ningún problema con Cayetana Álvarez de Toledo, pero permítanme la licencia.