Siempre que me dispongo a escribir un artículo de la pandemia, me sale un teorema sobre el tiempo. Ya sé que no tiene nada que ver una cosa con la otra, pero a mí se me confunden y sucumbo a la desmemoria.
El primer artículo que escribí cuando puse los pies en esta casa (EL ESPAÑOL) fue una pieza sobre el virus que venía de Oriente, como los Reyes Magos: el coronavirus. Los niños fueron los primeros en nombrarlo. Luego ya se dijo la Covid-19, la SARS-CoV-2, y así sucesivamente. Un lío.
El artículo me quedó bastante apañadito. No es que fuera una obra de arte, pero tenía su punto. Era un artículo impreciso y desdibujado que se estiraba y encogía igual que un chicle.
Fue así como empecé a sentirme en una dimensión del tiempo distinta, y en ella sigo.
Desde marzo de 2020, nunca he sabido en qué día vivo. Sólo sé que no sé nada, como decía aquel. Ningún calendario de los muchos que hay en casa ha servido para orientarme. Me paso las horas recluida en un rincón de mi estudio, dándole a la tecla.
Cuando la confusión se apodera de mí, pienso en la pandemia. De todo lo que me rodea es lo único nuevo y diferente que ha llegado a mi vida.
Eso, y la llamada de teleasistencia. No sé por cual de las dos decidirme, pero según la señorita que llama a mi puerta, la teleasistencia viene a ser el equivalente del teléfono de la esperanza, pero en urgente. La medalla de la teleasistencia te la cuelgas al cuello y al mínimo achuchón, llamas y vienen a socorrerte.
Hay gente pá tó, que decía Rafaelito el Gallo. Yo estoy por apuntarme a la dichosa medalla, que te saca de bastantes apuros.
Por si acaso, también me he apuntado a unas cuantas clases de lenguaje. La primera palabra de mi nuevo vocabulario fue pandemia. Le siguieron pangolín, confinamiento, cuarentena, toque de queda, nueva normalidad y vacuna, que como ya dije viene de vaca.