La inerte oposición
El autor denuncia la indolencia política y social de quienes deben defender la libertad, la concordia, la justicia y la estabilidad frente a los abusos del Gobierno.
El filósofo político Jean-François Revel era un enamorado de España y de nuestra gastronomía, de modo que en sus frecuentes viajes por aquí aprovechaba para investigar novedades culinarias y dar buena cuenta de ellas. Su aspecto físico, corto de estatura, generoso de contorno y más serio que risueño, ocultaba una inteligencia desbordante.
No se le conocía por su afición al buen comer, que era una distracción, sino por sus libros y artículos, en los que denunciaba el acoso a la democracia liberal por quienes pretenden acabar con ella. Ejercía de periodista y publicaba juiciosos artículos, pequeños ensayos más propios de un profesor, que aparecían en L’Express (que dirigió), Le Point y otros medios franceses, y también en Cambio 16 y Diario 16 durante los años 80.
Si viviera hoy (se van a cumplir 15 años de su fallecimiento) se explayaría en denunciar las amenazas a la democracia española por un poder socialcomunista invasor y con frecuencia petulante. Lo que diría ya lo escribió sobre tramas parecidas a manos de un poder socialista, que conoció por dentro antes de abrazar la doctrina liberal, como tantos otros. El poder socialista quiere, dice Revel, “que se le subordinen tanto la enseñanza como la información, lo mismo la cultura que la justicia”.
¿Y qué pasa en España? Fue batallador contra el comunismo, al que incluía dentro del término socialismo, como en esta otra reflexión de 1984: la meta del Estado dirigista “es destruir todo poder distinto del suyo, absorberlo, alimentarse de él. Esta tendencia se hace predominante cuando el Estado cae en manos de un partido, aunque también pueden ser dos, que creen tener la misión de cambiar la sociedad, el hombre, la vida”.
Como denunciante de atracciones tiránicas (La tentación totalitaria fue uno de sus primeros libros), advierte acerca de “los segmentos de organización y de acción totalitarias que tienden a formarse en las sociedades democráticas”.
En el caso español, la alteración de la democracia de 1978 se está realizando sin que surja una alarma política e intelectual suficiente para agitar las conciencias dormidas. Las elecciones catalanas acaban de demostrarlo. El socialismo ha doblado el número de escaños y el populismo que teledirige el leninista Pablo Iglesias mantiene su cuota electoral. Y eso en una región en la que el secesionismo campa a sus anchas y en la que los experimentos políticos acentúan su crisis económica y social.
Cataluña es hoy la demostración de que el experimento transformador avanza sin obstáculos, como un batallón motorizado que va dejando la tierra machacada y baldía. Cuando los ciudadanos adviertan que las cosechas se malograron y no tengan donde obtener sustento, ya no habrá remedio.
La soterrada transformación que sufre la democracia española pasa en gran parte inadvertida por el control silencioso, pero implacable, que ejerce el Gobierno sobre medios de comunicación que informan (es un decir) a una abultada mayoría de la población. Empezando por RTVE, la corporación pública cuyo control era el sueño de Pablo Iglesias, y continuando por la mayoría de las demás televisiones, un buen número de radios y periódicos y una actividad intensa en las redes sociales.
Nunca un poder político ha tenido en la España democrática tal ejército mediático de protección. A eso se suma la hibernación del Parlamento con la excusa de la pandemia y la actuación de una bien nutrida e incansable maquinaria de propaganda, al estilo de los grandes poderes absolutistas, instalada en la Moncloa y pagada con el dinero de todos los españoles.
Esta operación de cambio camuflado no disfrutaría de éxito sin colaboración o sin torpezas de la oposición. Es evidente que la oposición no colabora a la faena, pero no se puede decir que actúe con la eficacia y el acierto que la gravedad de la situación exige. A veces, hasta se puede decir que no actúa. En España hay una oposición inerte, que no reacciona con eficacia, lo que hoy debería empezar por concienciar a los ciudadanos de lo que está ocurriendo para que sientan la lógica preocupación acerca del futuro que nos espera si los alteradores del sistema consuman su plan.
El Parlamento sigue semicerrado y el control al Gobierno en intermitencia, pero los españoles no calibran el riesgo de la suspensión de una función esencial en democracia, porque no se ha explicado bien. Se aprueba una ley de educación sin diálogo y por método exprés que pone en riesgo la libertad de enseñanza y ataca el idioma común, y el silencio sobre ello es atronador. Otra ley exprés y sin debate, la de eutanasia, insólita en el mundo, sólo es combatida por algunos sanitarios dejados a su suerte.
Abandonado a su suerte sigue el rey emérito en un destierro inaudito, atacado de vez en cuando en la televisión pública y en las redes, como parte del combate a la Monarquía, base de nuestra democracia. Pero la oposición no se acuerda ya de ello. El control de TVE por el Gobierno es constante y con frecuencia extravagante, pero a muchos espectadores no les han llegado suficientes prevenciones.
El control del Poder Judicial que pretende el Gobierno sigue vivo, pero la atención de la oposición está muda, si no dormida. Se saca a la calle a los presos secesionistas para que hagan campaña y la Fiscalía, amiga del Gobierno, reacciona cuando ya han culminado la jugada, en ausencia de crítica y de escándalo judicial. La gestión de la pandemia ha sido un desastre misceláneo, pero una mayoría está dispuesta a disculparlo. Del abandono de las residencias de mayores nadie saca los colores al Gobierno.
Se suceden normas y proyectos irracionales o atentatorios contra la libertad, como la de favor a los okupas y las de ideología de género, y avanzan sin una mínima gresca. Pocos dudan de que se lesionará la libertad de expresión con licencias para enaltecer el terrorismo y otros absurdos, sin que la oposición se plante.
No hay espacio para reiterar como se merece la gravedad de los atentados a la unidad de España, a la revisión de la historia y al control del pensamiento mediante la corrección política y el ataque a los discrepantes, ni para subrayar la ligereza con que el Gobierno se enfrenta a unas dificultades económicas sin precedentes.
Frente a todo ello es débil o está ausente la respuesta de los políticos que deben defender la libertad, la concordia, la justicia y la estabilidad. A la impericia de tantos gobernantes de cartón hay que sumar su afán controlador y deformador de la democracia, que es efecto de la tentación totalitaria, que decía Revel. En realidad, aquí se trata de una vocación totalitaria, presente en parte del Gobierno, contra la que poco sirve una oposición inerte que además, por si fuera poco, se halla dividida.
*** Justino Sinova es periodista y profesor emérito extraordinario de la Universidad CEU San Pablo.