Como en tiempos de guerra. Paseo de Gracia, Barcelona. Escaparates de tiendas tapiados con planchas de madera. Esta noche toca de nuevo incendio y saqueo.

El fuego, para los contenedores y para lo que surja. Las piedras, para las cabezas de los policías, autóctonos o importados. La violencia del Estado, o del que se ponga delante, se combate con violencia. Sobre todo cuando sabes que quedará impune y que la fiesta no la pagas tú, ni la pagarán tus padres.

El saqueo, si los escaparates se dejan, mejor de marcas buenas. También de Decathlon, con sus bicis y esa ropa que los bilduetarras han convertido en su uniforme. Y, por supuesto, las de electrónica y televisores de alta gama.



Y una vez hecha esa selección tan antisistema, a reventar el resto. ¿Por qué? Caprichos de niños pijos. Nada que perder. ¿A la cárcel por cantar? Qué extraño estado opresor que, siendo así, no les manda a ellos también.

También es raro que puedan volver a casa de sus padres (cama, mesa puesta y conexión a internet gratis a cambio de nada) sin que se les importune de madrugada siquiera para un mísero interrogatorio (ni con el despertador, ya puestos, para ir a trabajar). Ves a un hombre llorar en la puerta de su bar.

Hace dos meses te llamó la atención el cuidado con el que recogía, apilaba y encadenaba sillas y mesas esperando el momento en que podrían volver a ocupar el magro espacio de su terraza.

Te imaginas cómo cuenta los días para que acaben las restricciones que la pandemia impone y su gobierno no compensa, y cómo aguanta como puede la angustia de si será mañana cuando deberá tirar la toalla.

Porque no puede más. Las deudas le comen, hace tiempo que no tiene ingresos. ¿Su capital? Ese bar, esas sillas, esas mesas, el menaje.

Y un día, todo eso arde. Porque de noche le prenden fuego. Y se queda sin nada.

Y si no es ese hombre, es esa mujer que baja la persiana de su tienda y no sabe si vale la pena hacerlo ya para siempre. La que retrasa cada día ese cartel de SE TRASPASA después de haber agotado los de LIQUIDACIÓN, REBAJAS y SALDOS y haber llegado al límite sabiendo que, de todos modos, no podrá hacer frente a la compra del género de la próxima temporada.

Y una mañana al volver, después de una noche insomne de cuentas que no cuadran, ve su escaparate hecho trizas y el interior de su tienda, vacío. Y se queda sin nada.

La lista es muy larga. Caben todas las personas que con su trabajo, su capital, su empuje, hacen que la economía (la real) funcione. Empresarios y trabajadores. Los que corren riesgos. Los que viven gracias a los riesgos que otros corren. Todos esos cuyo sueldo depende de que la pesadilla de la pandemia se acabe. Esos que si no pueden trabajar no tienen ingresos. Esos que dependen de que otros los tengan.

En la comodidad de su despacho hay otro hombre. Está a punto de realizar su única tarea en el día (126.582,68 euros brutos anuales). Coge el móvil que no ha pagado (el cuarto o el quinto, ya) y escribe en su cuenta de Twitter: “Todo mi apoyo a los jóvenes antifascistas que están pidiendo justicia y libertad de expresión en las calles. Ayer en Barcelona, hoy en la Puerta del Sol”.

Sonríe ufano. A él no hay nada que le perturbe. ¿Empleados en paro? ¿Pequeños empresarios que lo han perdido todo? ¡Bah! Lumpen, morralla. Buenos sólo para un tuit. La revolución en España.

Caprichos de gente pija.