En su última columna en El Mundo, Trapiello relacionó al tál Hasél con el Cojo Manteca y dio la fecha de la manifestación en que este se hizo famoso: 23 de enero de 1987. Al verla me quedé pillado, porque fue una fecha importante para mí, sin que yo la tuviera registrada: ese día decidí abandonar la carrera de Periodismo.
Había acudido a aquella manifestación de estudiantes no como manifestante, aunque era estudiante, sino para cubrirla. Era un trabajo para la asignatura de Redacción Periodística. Iba con otro compañero, que haría de fotógrafo.
Salimos con la multitud de Atocha y llegamos hasta las puertas del Ministerio de Educación en la calle Alcalá. Allí se armó el lío.
Yo estaba delante y vi que los que tuvieron la culpa fueron los manifestantes –o los más lanzados de ellos–, que se pusieron a tirarles cosas a los policías. Estos cargaron al final y experimenté una ración de historia. Que no me gustó.
Capté un poco lo sublime y lo siniestro de la masa, del movimiento caótico, abrumador, con proyectiles, y salí de aquel Maelström como pude (mi amigo se había quedado haciendo fotos).
En las calles aledañas ya había silencio. Y a la altura de Gran Vía la vida era normal. Pero la experiencia me acompañaba. Yo iba como en una burbuja en la que aún rebotaba la violencia. Me extrañaba que no me lo viera nadie. Era banal, después de todo. Y no era para mí.
Yo había anotado en mi carnet de Ciencias de la Información, desafiantemente, la frase de Valle-Inclán: “La Prensa avillana el estilo y empequeñece todo ideal estético”. Lo mío era lo sublime estético, no lo sublime político. Este me pareció soez.
También he encontrado estos días, trasteando en la web de la Fundación Juan March, los números de su revista Saber Leer. Yo leí el primer número en aquellos años madrileños y siempre he recordado que había un artículo de Juan Benet sobre La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, en el que elogiaba al autor por poner “a las mil maravillas”. La expresión ha sido para mí un símbolo de la frescura de escribir durante todo este tiempo y quise comprobar si mi memoria me había engañado.
Mi primera sorpresa al pinchar ha sido ver que aquel número era justo de enero de 1987. Y la segunda, no tan sorprendente como emocionante, ratificar que allí estaba, en efecto, el artículo de Benet y el elogio de la expresión. Benet cita la frase en que viene: “El globo funcionaba a las mil maravillas”. Y comenta: “Un escritor con más escrúpulos, con menos desparpajo cervantino, se lo piensa mucho antes de escribir ‘a las mil maravillas’”.
¿Por qué no lo he olvidado en treinta y cuatro años cuando tantísimas cosas he olvidado ya? A las mil maravillas. El Cojo Manteca. El tál Hasél. Barcelona, la ciudad de los prodigios, ardiendo. Y yo preservando lo importante.