Lo de enseñar las tetas en la calle, eso de Femen, fue sólo un matiz de grado. La transgresión llegó mucho antes.
Un día, mi padre regresó a casa del colegio y se encontró a mi abuela en bragas. Creo que aquello le impresionó mucho. Protestaba contra la costumbre de mi abuelo de pasar la tarde en calzoncillos, para pasmo de alguna visita: “Si él lo hace, yo también”. Sería hacia el 68, y supongo que la manifestación fue un éxito, porque siempre vi a mis abuelos convenientemente vestidos, ambos con pantalones.
Luego, mi madre se apuntó a la revolución de los anticonceptivos y, más tarde, yo ignoré todas las convenciones tradicionales para jugar al fútbol.
La cosa iba bien: las mujeres queríamos que dejaran de decirnos lo que era y no era apropiado para nosotras. Queríamos tener una carrera profesional, tomar decisiones autónomas, librarnos de cualquier tutela. De eso iba el feminismo.
Pero, de un tiempo a esta parte, hay un feminismo que ha emprendido una deriva que hace unas décadas habría sido calificada de conservadora sin miramientos. La nueva ley de libertades sexuales que prepara el gobierno de coalición ha recibido críticas de otras feministas, también desde la izquierda.
El proyecto pone el consentimiento explícito en el centro de las relaciones entre hombres y mujeres, con un efecto paradójico. El nuevo texto no añade garantismo a un Código Penal para el que el consentimiento ya es la piedra angular de los delitos sexuales y que prevé, además, las circunstancias en las que ese consentimiento pueda estar viciado.
No suma, en definitiva. Pero sí resta, porque la fórmula contractual del “sólo sí es sí” niega la posibilidad de una relación sexual igualitaria.
La nueva norma incurre en la reificación o cosificación de la mujer tantas veces combatida, de modo que su cuerpo se convierte en un objeto al que el hombre tiene derecho a acceder previo contrato. La mujer queda, de esta forma, inevitablemente rebajada al papel de sujeto pasivo cuya participación en el acto sexual se restringe a pronunciar las palabras mágicas, “¡ábrete, sésamo!”, que proporcionan el botín de su cuerpo.
Se nos niega cualquier iniciativa y se presume que la intimidad afectiva es, si no se verbaliza lo contrario, una amenaza contra nosotras.
No quisiera invadir la privacidad de quienes promueven esta ley desde el Gobierno, y vaya por delante mi respeto a las parafilias de cada cual, siempre que sean inocuas. Pero es inevitable pensar que esta gente, o bien tiene unas relaciones sexuales muy raras, o bien predica en público aquello que jamás practicaría en privado.
Porque la idea del sexo que tienen en el Ministerio de Igualdad es tan antierótica que bien podría pasar por una propuesta del arzobispado.
En fin, que nuestras abuelas y nuestras madres no hicieron la revolución sexual para que venga ahora un censor ministerial a decirnos que follamos mal.