Hace exactamente un año me reunía con mis compañeros de 50 Siux en el lugar de ensayo habitual. Era un precioso día que anunciaba la llegada, inminente, de la primavera.
Habíamos, por supuesto, oído hablar del riesgo de infección de un virus aún bastante desconocido. Habíamos, claro, escuchado a Fernando Simón señalar que sí permitiría a su hijo acudir a la gran manifestación del Día de la Mujer, si se lo pidiera, y también aquello, tan ingenioso para muchos, pero tan infausto, de que en España habría, como mucho, “uno o dos casos”.
Esa mañana, antes del ensayo, me habían enviado una foto de Trieste en la que aparecían varias personas situadas a dos metros de distancia entre sí haciendo cola delante de una farmacia. Recuerdo que pensé “¿eso es de verdad Italia o es otro planeta?”.
Aquella mañana, mientras practicábamos nuestra última lista de versiones, me alcanzó el virus. Exactamente cinco días después comenzaron los primeros síntomas y la vida se convirtió en un triste y extenuante esbozo de sí misma. Todo estaba borroso. El cielo, de repente, dejaba de ser azul y pesaba toneladas. En ocasiones, resultaba casi heroico sobrevivir al instante posterior.
Exagero, pero no mucho. La parte física era compleja de manejar. Nunca me había sentido tan mal. La emocional, la del aislamiento, la del alejamiento de todos, de todo, decisiva.
Aquel período forjó las peores seis semanas de mi vida. Al menos, desde la perspectiva estricta de la salud.
Las dificultades a mi alrededor, esas semanas, resultaban extremas. Pero la tragedia del exterior, ensordecedora a pesar del silencio en las calles vacías, se elevaba por encima de cualquier otra circunstancia. O, peor, se sumaba a las dificultades propias.
Sobreviví a la Covid. Pero mucha gente no tuvo tanta fortuna.
La Organización Mundial de la Salud registra 117 millones de casos confirmados en el mundo. Hasta ayer habían muerto oficialmente, según esa fuente, 2.581.976 personas. De ellas, 70.501 en España. Si bien el exceso de defunciones que reconoce el Instituto Nacional de Estadística eleva notablemente estos números, aproximándolos a la angustiosa cifra de 90.000 personas fallecidas.
El país precisa recuperarse de semejante debacle. No va a ser fácil. El desastre sanitario, y también el económico, asume unas dimensiones colosales. Pero celebro cada paso en esa dirección.
El último ha sido la inyección de autoestima que ha supuesto la gala de los premios Goya. Antonio Banderas, con su trabajo y con su agenda, ha enviado las mejores vibraciones posibles a un país hambriento de sí mismo.
No menos importante ha sido la aparición de Ana María Ruiz, la enfermera del SUMMA 112 que anunció el galardón más importante de la noche. Su elegancia y su discurso invitan a esforzarnos en volver a ser quienes fuimos.
Aquella mañana de marzo de hace un año, mientras tocábamos una vez más el Take It Easy de Eagles, no sospechábamos, por supuesto, el tamaño del tsunami que estaba a punto de sumergirnos en una vida diferente y peor. Creo que, mirando hacia atrás, aún cuesta mucho creerlo.