Carlos Cuadrado e Iván Redondo; Iván Redondo y Carlos Cuadrado. El chiste se hace solo.
¿En qué momento nació la España de los rasputines? ¿Cuándo se convirtió la política en una competición de desfachatez? La metamorfosis se culminó en el momento en que Pedro Sánchez decidió alcanzar la presidencia de España a hombros de quienes quieren destruirla.
En ese momento desapareció un ingrediente básico de la higiene democrática: la vergüenza.
Es justo reconocer que Sánchez ha dejado a todos sus adversarios en la lona. Era imposible competir contra su descaro. Ni las promesas incumplidas, ni la opacidad, ni la mala gestión le han costado votos.
Ni siquiera un reproche de sus politólogos pretorianos, cuyo papel en la degradación del ethos democrático no se destaca lo suficiente. Han establecido una escala moral a la medida de los intereses de su líder y pretenden que compremos la chatarra intelectual que fabrican. La última, una versión 2.0 de la definición de tránsfuga.
Sus momentos gloriosos nacen de su odio a Isabel Díaz Ayuso, hoy convertida en némesis imprevista del sanchismo. La han llamado trumpista, populista, secesionista y hasta supremacista.
Sí, aquellos que guardaron silencio cuando el Parlament aprobó las leyes de desconexión o Carles Puigdemont declaró la independencia. Sí, aquellos que hacen oídos sordos ante las amenazas de Oriol Junqueras o las vejaciones de TV3. Esos mismos se atreven ahora a hablar de un "procés a la madrileña".
No reparan en que Ayuso es, como ellos, otro fruto del sanchismo, de esa España descarada que inauguró la moción de censura. Nadie ha encumbrado tanto a Ayuso como sus adversarios. Es simple, osada, y está dirigida por un hombre que maneja la misma artillería que Redondo, y quizá los mismos escrúpulos. Pero son sus adversarios quienes la han convertido en la reencarnación cañí de Mariana Pineda.
Anteayer se atrevió con el grito socialismo o libertad, una disyuntiva absurda y polarizante que hizo gozar a los propios y rugir a los contrarios. ¿Qué cabe esperar? El sistema no iba a permanecer incólume ante al triunfo del tramposo.
Si aceptamos que la regla es que no hay reglas, nadie puede sorprenderse con los resultados.
Se le atribuye a Nelson Mandela haber dicho que en una sociedad injusta, la cárcel es el lugar para el hombre justo. En medio de este páramo de moralidad política, lo más digno que le puede suceder a un partido político es desaparecer.