El niño, llorando en la Capital, fue a algo en el Ateneo donde Ruano dijo que El Quijote estaba escrito con los pies. Ahí P.J. Ramírez me dio a entender que yo estaba en su proyecto, y entonces empezó el meneo, el periodismo, la vida.
Espoleado por Vicente Ferrer Molina, aquí el niño que fui yo empezó a hacer columnas y también a empotrarse donde podía: en un autobús de sanchistas, en otro autocar rumbo al Valle de los Caídos, en un jaleo de indepes en Madrid que se solazaban de lo barata que era la cerveza.
De modo que este Picalagartos ha conocido eso que llaman el populismo real, la gente, porque esto del periodismo es estar en la calle o no será. Y lo he contado con humor y retranca, que no había otra forma.
Y luego los obituarios: a Manolo Alcántara, a David Gistau, a Quique San Francisco, porque los amigos no se van para siempre y así los inmortalizamos en los píxeles eternos. Son muchos años con esta tronera, y cuando es la última, se me vienen agarrando muchos recuerdos.
Nos hemos desangrado en la escritura, y bien que hemos hecho. La cuestión es que el niño se hizo león y aprendió a ser descreído de tirios y troyanos, de hunos y hotros. En este periódico a uno le han dado premios y de tortas, las mismas tortas que Fernando Grande-Marlaska dice que no fueron.
Hay quien dice que los finales hay que cuidarlos. Lo dice José Luis Garci, al que hemos hecho desfilar por estas páginas, y lo sabe uno que deja en esta casa a jefes que son amigos, a amigos que son confidentes y a profesionales que nos enseñan a aprender que no somos nadie.
Desde las prosas de Marcos Ondarra a la sapiencia de Ferrer, de ahí al periodismo ilustrado de Dani Ramírez hay un talento que duele dejar. Por no hablar del mejor cronista parlamentario, Alberto Prieto, que es un Azorín bien informado de lo que se mueve y no se mueve en la coalición. O de María Peral, que no me ha hecho aprobar una oposición a notario de mera chiripa. Y luego Mario Díaz, que es el engranaje de todo, un capitán de barco de la parte de Getafe, por el cual la nave va.
Luego está Cristian Campos, que desde los inicios ha sido el espejo y ahora, entre rugidos y listas, va a batallar en esta guerra cultural que se le supone y se le presupone a este oficio. Principalmente contra los tuiteros.
Que dejo mucho, lo sé. Que podría haber escrito del sainete podemita madridí, pero no me da la gana. Quiero despedirme por la puerta grande. Besos a Anaí y al conductor del metro y al de la puerta de abajo, que siempre me miraba torcido.
Besos y abrazos.