“Cuando te llaman fascista sabes que lo estás haciendo bien y que estás en el lado bueno”. Estas palabras de Isabel Díaz Ayuso han generado casi tantos comentarios como las sentencias de Heráclito.
Un interlocutor caritativo optaría por la interpretación más lógica. Vivimos en una sociedad donde se llama fascismo a todo lo que se mueve en dirección opuesta a Podemos, y Ayuso bromea con esa anomalía. La llaman fascista porque no está haciendo política de izquierdas, algo que para ella es motivo de orgullo. Fin de la historia.
Pues no. Las brigadas antifascistas, que hace tiempo que no distinguen la realidad del simulacro, han visto en esas palabras la confirmación de sus prejuicios. Ayuso es abiertamente fascista, o postfascista (signifique eso lo que signifique).
Y así como Annio de Viterbo, cronista de los Reyes Católicos, se esmeró para situar el origen de la monarquía hispánica seiscientos años antes de la fundación de Troya, un sanedrín de plumillas y académicos trabaja a diario para incorporar a Díaz Ayuso a la genealogía del fascismo europeo y de sus actuales exponentes trasatlánticos: Donald Trump y Jair Bolsonaro.
Los frenólogos que estudian a la presidenta de la CAM analizan meticulosamente su fisionomía y sus discursos para evidenciar que la amenaza fascista es real. Olvidan que el fascismo no es relevante como rasgo de personalidad, sino como régimen político.
La personalidad fascista del líder es irrelevante hasta que las masas empiezan a rendirle culto y aplauden su apropiación de poderes. Lo relevante del fascista no es su carácter, sino sus actos orientados a menoscabar las instituciones y los derechos individuales.
Aún si aceptáramos que la personalidad de Ayuso encaja en el molde fascista, sin un movimiento violento a su espalda, no supondría una amenaza.
Entenderán ustedes que en un país donde hay en marcha varios proyectos de construcción nacional de base etnolingüística, donde varios partidos criminalizan la inmigración (extremeña o marroquí), donde existen diputados que justifican el asesinato político, donde hemos visto a un parlamento autonómico aprobar una Ley de transitoriedad jurídica que, a pesar de su suspensión por el Tribunal Constitucional, fue implantada a la fuerza, o donde el rival simbólico de Ayuso en la Comunidad de Madrid, Pablo Iglesias, lidera su partido con rigidez norcoreana, desprecia la separación de poderes, señala a periodistas críticos a través del panfleto que tutela y profetiza que la actual presidenta acabará en prisión, el término fascista tiene mejores candidatos que la señora Ayuso.
Tengo la convicción de que, en realidad, nuestros cronistas de Corte tampoco consideran fascista a Díaz Ayuso. ¿Cómo lo sé? Porque no la temen.
Si la temieran, como aún temen al nacionalismo, no osarían insultarla. Al contrario, contribuirían a soldar su hegemonía, a justificar sus excesos apelando a la desafección (“Todos hemos cometido errores”) y llamando al diálogo.
Cuando aparece un verdadero fascista en España se le puede reconocer por esta señal: todos los cobardes se congregan junto a él.