El 21 de marzo, la ministra Carmen Calvo anunció una ley contra la prostitución.
Quizá muchos piensen que eso hoy no es una prioridad. Que a qué viene abrir el debate en estos momentos. O que ese anuncio no es más que una cortina de humo del Gobierno para que nos olvidemos de lo urgente, que al fin y al cabo es mucho.
No estoy de acuerdo. La vida política, la de verdad, la que trata de derechos y libertades, no puede quedar en suspenso mientras dure la pandemia.
Pero mucho menos en nombre de esas prioridades que, al fin y al cabo, sólo se abordan a medias.
No podemos dejar de afrontar una situación que debería golpear nuestras conciencias, pero que, como las luces de neón de los burdeles de carretera, preferimos ignorar.
Y eso es así porque quienes se lucran con la prostitución han conseguido su objetivo: que donde deberíamos ver a seres humanos privados de dignidad veamos sólo ocio y diversión.
O, lo que es peor: que no veamos nada.
De llevarse a cabo esta iniciativa, el PSOE se colocará en el extremo opuesto de partidos que, como Podemos o Ciudadanos, prefieren hablar de regulación antes que de prohibición. Lo que, en el caso del partido morado, adalid de la lucha contra micromachismos inexistentes, no deja de ser una contradicción más.
Para nuestra vergüenza, España es el líder europeo en consumo de prostitución. Y, por tanto, en consumo de trata. Porque si no hay prostitución, no hay trata.
O lo que es lo mismo: prostitución y trata son dos caras de la misma moneda.
Eso lo saben bien quienes se dedican a un negocio más lucrativo que la venta de armas, y con un mercado permanentemente abastecido por las guerras y la miseria, y por las corrientes migratorias que de ambas se derivan.
Ellos, los tratantes, los proxenetas, los chulos, pero también los clientes, son los primeros interesados en que el debate se silencie.
También son los que sostienen la idea de que debe dejarse el tema como está sólo porque existe desde siempre. Como si el paso del tiempo hiciese bueno, o inevitable, lo que de hecho no lo es.
También ha existido desde hace milenios la violencia o el robo, y no por eso lo toleramos o lo dejamos de combatir.
Los mismos que aducen lo anterior tienen también la pretensión (o más bien la fantasía) de que las mujeres prostituidas lo son en pleno uso de su libertad sexual.
Es mucho más fácil creer que alguien se prostituye por elección. O creer que existe un intercambio libre y honesto. Cuando el hecho es que, si tienes que pagar por el cuerpo de una mujer, es porque ella, libremente, no quiere estar contigo.
Y sí: alguna excepción habrá. Pero en ningún caso justifica la enorme mentira en la que se sustenta ese mito.
Por otro lado, quien pretende regular la prostitución aduce que de ese modo se saca ese mundo de la marginalidad, y que las mujeres que se prostituyen pasan a tener los mismos derechos que cualquier otra trabajadora. Como si la relación con su empleador o su cliente pudiese equipararse a la de cualquier otra relación laboral.
Son los mismos que prefieren que se hable de trabajadoras del sexo, como si eso dignificase a la mujer prostituida y no, en realidad, a quien se lucra de ella.
Pero, al final, unos y otros, además de los tratantes, los proxenetas y los clientes, pasan por alto lo esencial: la dignidad de la mujer prostituida, su dignidad como ser humano.
Me preocupa que haya además mujeres que también pasen eso por alto.
Porque nadie elige ser esclava. Ni ser a los ojos de otras personas (quienes las compran o quienes tienen sexo con ellas) poco más que un trozo de carne. O un objeto que proporciona placer. O un beneficio económico.
Hay mujeres y niñas obligadas a prostituirse. Otras a las que la marginación deja sin otro recurso. No importa el camino por el que se llegue a ella. Lo que hay al final es un acto que degrada a un hombre y con el que se degrada a una mujer.
Sobre lo primero, su conciencia.
Sobre lo segundo, una ley.