La campaña electoral madrileña, además de unos cuantos episodios lamentables, nos está deparando un verdadero cambio en nuestra dinámica política: el predominio, real y no vicario, de figuras femeninas en el debate público y en la conformación de las posibles mayorías gubernamentales tras los comicios.
A estas alturas de la campaña, a la vista de las encuestas, y sin dar ninguna por concluyente, se perfilan ya dos escenarios posibles. El más probable, un triunfo amplio de una candidatura encabezada por una mujer, Isabel Díaz Ayuso, que accedería al gobierno con el apoyo de otra fuerza política que no tendría otro modo de dar alguna utilidad a sus escaños.
El segundo, menos probable de entrada, pero no imposible, una mayoría de las fuerzas de izquierdas encabezada por un Ángel Gabilondo que sólo podría salvarse del descalabro apoyándose en el empuje de otra mujer: Mónica García, la candidata de Más Madrid.
Tanto en el debate televisado del otro día, como en el resto de la campaña, son ellas dos las que demuestran el nervio y el músculo que faltan a sus rivales varones. Son ellas las que se atraen la atención y el crédito de su correspondiente fracción del electorado, en mayor medida incluso que el descrédito de los que las enjuician desde la trinchera contraria.
A su lado, un Pablo Iglesias en horas bajas, un Ángel Gabilondo a contrapié y un Edmundo Bal puesto al timón del Titanic tras el impacto con el iceberg se ven tan ensombrecidos que llegan a provocar la compasión de quienes menos inclinados pudieran hallarse a tenérsela.
Y lo más notable del caso es que ambas lideran sus fuerzas respectivas y deciden el discurso que dirigen a la ciudadanía sin ninguna tutela, por un lado, y en mayor medida de lo que lo pueden hacer sus rivales varones. No son, por ejemplo, como Laura Borràs, cabeza de lista y mascarón de proa de la versión nihilista del independentismo procesista, pero a la postre sumisa al dedo que la ungió desde Waterloo.
Ellas, y se han ocupado de que quedara bien claro desde el principio, son las que marcan su agenda, su estilo y el mensaje de la campaña. Mónica García no sólo le dejó bien claro a Pablo Iglesias que no tenía necesidad alguna de varones redentores: también ha despachado a Íñigo Errejón a un discreto segundo plano. Y Ayuso ha persuadido a su jefe, Pablo Casado, de dejarla hacer y renunciar a dirigirla.
Si uno compara con Gabilondo, que se mueve al son de los bandazos que cada día más notoriamente le imprimen desde la Moncloa, o con la desesperación que dicta el discurso de sus otros dos contrincantes varones, se entiende que sólo una u otra puedan alzarse en estas elecciones con el verdadero triunfo.
Si gana y gobierna una será terrible para una porción de los madrileños. Si lo hace la otra, espantará a una porción distinta. En cualquier caso, podremos los madrileños celebrar al menos que nos adelantamos a otros en la normalización del liderazgo femenino. Por primera vez entre los españoles, entre mujeres anda el juego y son ellas, no sus tutores ni sus mentores ni sus manipuladores, las que eligen el camino para acertar o para equivocarse.
Si se observa con atención, es un cambio de veras revolucionario, que sugiere que Madrid, con todos sus defectos y todos sus lastres, acierta a situarse en vanguardia del país.
Nota al pie merece el desempeño de la tercera candidata en discordia, Rocío Monasterio, candidata de Vox. Poco importa si tiene o no capacidad para marcar su propia agenda. Los modos y mensajes que exhibe acercan a su formación a la irrelevancia y al riesgo de ganarse el cordón sanitario que muchos entendemos que en democracia sólo puede imponerse con graves razones. En esta campaña, tan femenina, ha sucumbido a la pésima idea de situarse muy lejos del espacio donde se tejen los consensos.