Es de buen gusto saldar las deudas (obligado, diría yo), particularmente las propias, pero siempre que no lo hagas con el dinero ajeno.
Quien dice el dinero, dice la dignidad, la justicia, la memoria, todo eso que enciende luces rojas en las conciencias rectas cuando no se tiene en cuenta y que, aunque no valga nada, tiene un precio.
Pasadas las elecciones de Madrid, Miquel Iceta procede a entregar la competencia de prisiones al Gobierno vasco porque “viene a cumplir y a saldar una deuda”.
No diré que no. La deuda permanente con el PNV ahí está, como un ujier en el Congreso de los Diputados, visible aunque poco llamativo, pero real.
Porque el PNV siempre ha permanecido donde fuera necesario para apoyar a derecha e izquierda, para traicionar también en ambos sentidos y sobre todo para cobrar. Sin amenazas estridentes, sin aspavientos rufianescos, con la contención del acreedor impasible, pero implacable.
De un modo u otro todos han cedido algo. A Mariano Rajoy incluso después de pagar le vendieron (nada personal, la ley de la oferta y la demanda).
El advenimiento de Pedro Sánchez aumentó su precio, como también lo hizo el número de acreedores. La marcha de Pablo Iglesias, el embajador in pectore entre estos y el presidente, apenas ha cambiado nada, porque el PSOE paga con tanto gusto que no hace falta recordarle lo que se debe.
Como mucha gente, yo creo que la única deuda que debería pagarse en el sentido en el que dice Iceta es la que tienen los asesinos con los familiares de las víctimas y con la sociedad española en su conjunto. Y ya.
Pero como dice el ministro número veintidós del Gobierno de España, “la sociedad vasca quiere superar un conflicto violento y una etapa de actuaciones terroristas que han acabado” (sic). Y como parece ser competencia suya decretar el olvido y prescribir tanto el horror como el dolor, amén de reescribir la historia, olvidemos y superemos (quien pueda).
Los viernes de acercamiento (otra deuda que se satisface con el sufrimiento ajeno), y a falta de pocos más que acercar, culminan poniendo a los asesinos y a sus cómplices en las amorosas manos del PNV, que nunca antes quiso esas competencias, y ahora sí. Habrá que pensar que son cosas del cambiante nicho de mercado electoral vasco en el que los que remueven el árbol, a fuerza de ser blanqueados, están poniendo en solfa una hegemonía (la de los de las nueces) que parecía eterna.
Y yo me pregunto qué tiene de bueno para un territorio el hecho de asumir la competencia de prisiones. En qué beneficia a la sociedad de una comunidad autónoma cualquiera que sus prisiones las gestionen sus autoridades autonómicas en lugar del Estado. Porque, de hecho, nadie las pide y si alguno lo hace, por qué se cree que sólo las merecen Cataluña y el País Vasco.
No me juzguen naif. Conozco o intuyo las respuestas. También que una vez que la suerte de los presos por sedición o por terrorismo está en manos de quienes comparten objetivos con ellos, tanto la sedición como el terrorismo dejan de ser cuestiones de Estado y se convierten en meras etapas de un camino que conduce indefectiblemente a la autodeterminación.
Una cuestión por ende, en la que al resto de españoles (salvo para poner las víctimas) poco o nada le dejan que decir.
Una deuda, sí. De sangre.