No es fácil confesarlo, y menos ahora que cumple 80 años y es ya un viejecito quizá venerable (si bien esto último es poco probable). Sí me interesa, pero no me gusta (mucho).
El mundo podría dividirse entre quienes están a favor del genio de Minnesota (su talento no lo discuto) y los que están en contra. O, tal vez, la división debería establecerse entre quienes lo entienden y aman y quienes lo ignoran y odian. La indiferencia apenas existe en el universo Dylan.
Yo estaría más cerca de estos últimos, lo admito, pero en vez de odio siento curiosidad por el personaje y cercanía con sus letras. Sin embargo, por mucho que me empeñe, y lo llevo haciendo dos décadas, no consigo saborearlo. Siempre he tenido enormes dudas al respecto: ¿seré yo? Porque todos los músicos que admiro lo adoran a él.
John Lennon hablaba de estar “en una de mis fases Dylan” cuando coescribió Rubber Soul. La influencia de Bob Dylan en el cuarteto de Liverpool es conocida, como lo es también que los introdujo a la marihuana en un hotel de Nueva York en 1964. You've got to hide your love away, el tema incluido en el formidable Help!, es (lo ha reconocido Paul McCartney) “John imitando a Dylan. Si prestas atención, está cantando como Bob”.
Bruce Springsteen considera en su deliciosa autobiografía que Dylan es “el padre de mi país. (…) Hizo las preguntas que nadie se atrevía a hacer”. Lou Reed reveló, refiriéndose a una parte de una canción de Dylan que “daría cualquier cosa por haber escrito esa frase”. Neil Young, que durante un tiempo hizo dúos con el músico estadounidense, señaló: “Si pudiera (elegir) ser alguien, sería Bob”.
En su legendaria Looking into you, en su primer disco, Jackson Browne canta: “El gran trovador pasó por aquí / y me abrió los ojos / yo era uno de los que le llamaban profeta / y le pregunté qué era verdad”. Ese quizá haya sido el mayor elogio del cantautor californiano a la figura del ahora octogenario. Aunque, cuando le han preguntado, Browne siempre ha sido contundente: “Es el músico vivo más grande”.
Es evidente que Dylan ya es una leyenda. Antes de serlo, él también perseguía a sus propios mitos, como Johnny Cash, Woody Guthrie, John Lee Hooker, Jimmy Buffet, Randy Newman, The Flying Burrito Brothers o Warren Zevon (“todo está en Desperado Under the Eaves” dijo una vez).
Reconozco que cuando la Academia sueca le concedió el premio Nobel y lo elevó a una categoría inexplorada, todo pareció momentáneamente extraño. ¿Tenía sentido que se le colocara junto a José Saramago, Gabriel García Márquez o John Coetzee? Pero ya dijo Springsteen: “Dylan es un poeta, yo (sólo) soy un tipo que trabaja duro”.
Así que ahí está el viejo Dylan, un músico de un pueblecito del norte de Estados Unidos, incorporado para siempre en la historia de la literatura universal junto a Pablo Neruda o William Butler Yeats, con todo el trabajo ya hecho.
El autor de Blowing in the wind tuvo la ocasión de acercarse a Jean-Paul Sartre, que rechazó el Nobel, y eso hubiera agregado misterio y también cierto encanto a su biografía, pero, después de meses de incertidumbre, al final viajó a Estocolmo.
Allí recibió la notable dotación del premio, una cifra insignificante si se compara con la que ha recibido por la venta de los derechos de sus canciones.
Ahora, Dylan es viejo, ese lugar al que iremos todos (o casi todos), y también rico. Probablemente no le importen demasiado ninguna de las dos cosas.
Será, supongo, la voz. El sonido nasal, desgarbado, como indolente, que pone y que, me explicó un gran productor español, es más una pose que una necesidad: “¡Pero si Dylan canta muy bien! Bueno, cuando quiere” me dijo.
Será eso, sí. Porque cuando Lucinda Williams, Elvis Costello o Steve Earle cantan sus canciones, como ocurre en Chimes of Freedom, todo cambia. Aunque, claro, eso ya no es Dylan. A mí, ya digo, no me gusta (mucho), pero, igual que hace 20 años, me sigo diciendo que siempre se puede seguir intentando.