La enfermedad senil se declara con una alteración de la memoria por la que se perciben con nitidez los episodios de la infancia ya remota, al tiempo que se desdibujan las imágenes del desayuno de esta mañana.
Si existiera tal cosa como la memoria colectiva, también a ella cabría diagnosticar un mal semejante. Vendría a padecer una especie de alzhéimer democrático la sociedad que se afana en revivir sus cuitas históricas de hace un siglo, mientras arroja al olvido los sucesos que la conmocionaron ayer.
A veces veo cernirse ese alzhéimer democrático sobre una España afincada políticamente en la Guerra Civil y en el franquismo, que despacha en cambio con indiferencia los acontecimientos que la conmovieron hace una legislatura. Pero si la demencia individual sobreviene por concurso de una siniestra lotería biológica, en el alzhéimer democrático no cabe alegar despiste absolutorio.
La concesión de los indultos me ha hecho pensar en ello. El otoño catalán de 2017 constituyó el trance más crítico al que ha tenido que hacer frente la democracia del 78 desde el 23-F. Sin embargo, sólo cuatro años después, su recuerdo se ha ido emborronando, hasta el punto de que, dentro del constitucionalismo, ya circulan varias versiones de lo que entonces sucedió, cuando hace dos años teníamos un relato compartido de aquel desgarro.
Para el desmantelamiento de las leyes catalanas y españolas, para la convocatoria de un referéndum ilegal y para la declaración unilateral de independencia, había no hace tanto una condena unánime. Para la defensa del Estado de derecho y la Constitución, una voluntad firme. Para el trabajo de los jueces, los fiscales y los tribunales de Justicia, un respeto sin titubeos.
Y en el exterior, un discurso de unidad que reivindicaba la española como una democracia plena, y que afrontaba la amenaza de un movimiento supremacista acaudillado desde las instituciones de Cataluña con el objetivo de subvertir la legalidad y propiciar un cambio de régimen.
Para el presidente Pedro Sánchez, la culpa de los sucesos de 2017 ya no es de los líderes del independentismo que los protagonizaron, sino del anterior Gobierno, cuya cerrazón y falta de diligencia no habría dejado otra salida al nacionalismo.
Otro tanto sucede con el trabajo de los jueces, cuyas sentencias y criterio hoy se desoyen para anular las condenas de los condenados del procés. Y más allá de nuestras fronteras, España proyecta desconcierto. Aquel esfuerzo por desenmascarar las formas y los fines del independentismo quedó deslegitimado tan pronto como Sánchez lo convirtió en su socio: “Tan malos no serán si el PSOE gobierna gracias a ellos”.
El problema de los indultos no se limita a las discusiones sobre su utilidad pública en Cataluña, donde, por otra parte, parece improbable que pueda dar contento a un nacionalismo que lleva el agravio y la insatisfacción en el ADN. El problema de los indultos es que se justifican mediante un ejercicio de alzhéimer democrático que emborrona nuestro pasado reciente, para reconstruirlo luego a la medida de los intereses de la Moncloa.
Los indultos no servirán al propósito de deslegitimar los actos que llevaron a los líderes del procés (los que no se dieron a la fuga) a la cárcel. Al contrario, serán la pública admisión de que aquello no fue para tanto. Y no solo no cerrarán la herida que abre en canal Cataluña, sino que podrían replicarla en el conjunto de España.