Después de quince meses de pandemia, sigo preguntándome si hay alguna forma de espantar la muerte de la cabeza. Puede que sí, pero yo no la encuentro. Durante estos larguísimos meses he conocido más muertos que vivos. Los de la primera hornada fueron terribles. Yo había empezado a escribir un libro en el que los muertos se acumulaban por decenas. Pobrecitos, no me dejaban dormir. Solo conseguía pegar ojo cuando la vida se reanudaba en los despertadores.
Hace un par de días leí que Françoise Hardy estaba aquejada de un cáncer terminal y había pedido que le fuera practicada la eutanasia. Pobre Françoise. No es la primera de sus coetáneas que siente la vecindad de la muerte. Tampoco será la última.
Que yo recuerde, le precedió la risueña France Gall (poupée de cire, poupée de son), víctima de un cáncer linfático. Mientras ella se preparaba para ir al otro barrio, su marido Michel Berger cayó fulminado por el rayo del infarto y su hija Pauline murió de fibrosis quística. Pero France se llevó la peor parte. Su muerte fue terrorífica. No podía comer, ni tragar, ni hablar, ni producir saliva. Ni la morfina aplacaba su dolor.
Ahora es Françoise Hardy la que va camino de la muerte. Con ella se va un icono que representa a toda una generación. Jacques Dutronc y Thomas Dutronc, esposo e hijo, ambos músicos, están ayudando a morir a la cantante. En Francia no está regulada la eutanasia, pero Françoise quiere que los suyos la ayuden a morir igual que ella hizo con su madre.
Muere otro referente. Es empezar a morir tú misma. Pienso en Mila, ahora enferma y rodeada del amor de los suyos. A ella le canto esta mañana:
Tous les garçons et les filles de mon âge
se promènent dans la rue deux par deux
tous les garçons et les filles de mon âge
savent bien ce que c'est d'être heureux
et les yeux dans les yeux et la main dans la main
La tristeza me puede. Lo siento mucho, pero no quería hablar de indultos.