Si esta noche pudiéramos arrojar a las hogueras de San Juan, siquiera simbólicamente, los trastos viejos de nuestra política, no daríamos abasto: ideas, personas, actitudes, organizaciones… La pira del rito purificador llegaría muy alto, y no sería raro que al final nosotros mismos nos lanzáramos a ella, bien fuera por la conciencia de ser un cachivache más, bien fuera por pura desesperación.
Con los indultos ya atrás (aunque con sus imprevisibles efectos por delante), es el conjunto de la situación política lo que invita al pesimismo hoy. Y en ese conjunto lo que destaca como sustancial ingrediente negativo es, mires por donde mires, la multiplicación de fracturas: fracturas ya en acto o en potencia en los partidos, en los bloques, en los territorios, entre territorios, en los distintos poderes, entre poderes.
Puede estar mal o regular lo que piensa, dice y hace cada cual, pero lo que dificulta el arreglo del conjunto es esa red de fracturas que excluye, ante la magnitud y la totalidad de la crisis, la política colaborativa y con expectativas de acuerdo. Todos y cada uno van a la confrontación y a la negación de toda virtud en lo que propone el adversario, mientras todos y cada uno miran de reojo sus propios desacuerdos y tensiones internas, en buena parte causa (y el círculo vicioso se cierra) de que la propia postura se imposte y se falsifique más allá de lo aceptable.
Fracturas hay muchas, como digo, y todas tienen su relevancia, pero hoy pongo el foco en la existente entre el PSOE y el PP. Una cosa es que el partido de Gobierno y el partido de oposición rivalicen y discutan, más o menos a cara de perro, y otra, en una encrucijada tan compleja y alarmante como la actual, es que su relación transcurra entre la incomunicación absoluta y la profunda aversión recíproca, especialmente preocupante cuando no sólo se da entre sus militantes y votantes, sino (y con inquietantes brotes personales) entre sus líderes.
La agria ojeriza que se profesan Pedro Sánchez y Pablo Casado (más violenta, desde su impronta de opositor, por parte de este) está malogrando ya demasiado la deseable e inexistente relación entre ambos, con probables consecuencias graves para el futuro del país.
Los indultos, el diálogo… Virulento desacuerdo. Vale. ¿Y cuál es el panorama a dos años vista, los famosos dos años hasta las próximas elecciones generales? A la suposición razonada de que Sánchez hace lo que hace y dice lo que dice para permanecer dos años más en el poder (y sólo por eso) habría que oponerle, en buena ley, la suposición razonada de que Casado hace lo que hace y dice lo que dice para llegar al poder (y sólo por eso) en dos años o, si pudiera, antes.
Ayer escuché en Onda Cero la entrevista de Carlos Alsina a Pablo Casado. Percibí con toda claridad la desazón y casi el estupor, tanto del periodista como de sus contertulios, al comprobar que un muy enérgico Casado no tiene un plan ni un tratamiento para Cataluña. Ley y prosperidad, venía a decir. Los presentes trataron de arrancarle algo más, pero no hubo forma.
Puede que Sánchez esté haciendo todo mal. De ser así, el electorado le reprochará severamente dentro de dos años los destrozos causados. Y entonces Casado y el PP (probablemente, con Vox) llegarán al Gobierno. ¿Sí? ¿Y entonces? ¿Llegarán al poder con el lema Ley y Prosperidad? ¿Y con eso y con decir que Sánchez empeoró todo, entrarán Cataluña y el resto de España en vías de solución? ¿Será eso lo que calme el hervor independentista?
No tenemos nadie la clave exacta para solucionar el desafío del independentismo, pero, si no hay acercamiento entre PSOE y PP, el lío será mayor para el uno, para el otro y, antes o después, para todos.