Era en Madrid, arrabal de España, en los jardines del Norte. Una fiesta de fin de curso, cuando éramos todavía adolescentes. Entrada la madrugada, ebrios y afónicos, Manuel me invitó a salir a la calle y, en una de las declaraciones de amistad más sinceras que he vivido, me dijo (en dos palabras) que era gay. Lo abracé. Empezó a llorar. Se arrancó con un discurso ensayado sobre lo que significa ser gay en una familia conservadora, en un colegio de curas, en un grupo de machotes como el nuestro. Vi, por primera vez, un corazón en erupción.
Los chistes de maricones eran lo de menos, me dijo. Lo peor era la angustia, el constante síndrome de impostor, el temerse descubierto. O quizá no. Lo peor era la patologización del deseo. La represión. El fuego inasfixiable que todo adolescente lleva dentro. La soledad. Lo peor era la soledad. Manu era menor de edad y estaba solo en un mundo sin redes sociales. Estaba solo en la era del Nokia. Pero el sufrimiento ancestral empezó a escampar aquella noche.
Durante unos meses, por solidaridad y pulsión aventurera, exploramos con él la vida nocturna de Chueca. De siete chavales, solo Manu era gay. Éramos una anomalía estadística, porque el barrio no era lo que es ahora. Aquellos días era más fácil encontrar un chapero que un mojito. Pero uno sentía que incluso los rincones más sórdidos (“David, no te sientes ahí, que es donde se masturba la gente”) eran un banco de oxígeno para quienes vivían asfixiados en Coruña, Zamora, Coslada o el barrio de Salamanca.
Manu hizo amigos y se enamoró de un chico del Opus que meses después le rompería el corazón. Pero eso ahora es lo de menos. Lo importante es que por fin participaba de dones simples y supremos: el amor, el sexo, la vida.
Chueca era, en efecto, un oasis. Pero lo que define un oasis es estar aislado en un desierto: en Madrid no se podía ser gay en cualquier parte. Ahora, cuando algún amigo de fuera le pregunta si Chueca sigue siendo el barrio gay, Manu siempre responde lo mismo: “Madrid es el barrio gay”. Si de algo debe enorgullecerse un madrileño es de ver cómo Madrid ha pasado de capital de un Estado nacional-católico a referencia universal de los derechos LGTBI.
Ya no tenemos que acompañar a Manu al barrio gay, ni él tiene que aburrirse en los antros hetero. Ahora nos sentimos bien en los mismos bares. En Madrid siguen existiendo, claro, espacios segregados, pero más por elección que por ostracismo. Aún quedan muchas cosas por hacer, pero el camino recorrido desde aquella fiesta de fin de curso hasta hoy es el mayor hito de la tan aclamada libertad madrileña.