Uno de nuestros más preciados avances civilizatorios, que lo es en especial para quienes nos dedicamos a la escritura o a la creación en cualquiera de sus formas, es el reconocimiento del derecho de cada cual a cultivar su jardín privado como mejor le parezca, sin tener que atenerse a unas normas de horticultura establecidas por el poder. Dentro de este recinto particular, cada uno puede plantar lo que se le antoje, y entretener sus horas y sus días de la manera que más y mejor le plazca. A este huerto de cada uno es al que Voltaire, al final del Cándido, aconseja volverse cuando cueste soportar los sinsabores del mundo.
Sin embargo, resulta perverso y desconsiderado confundir este jardín, donde cabe ejercer el propio arbitrio, con ese otro espacio que llamamos parque público, que es patrimonio de la comunidad y en el que esta fija las reglas de uso en interés de todos los llamados a disfrutarlo. Hay parques públicos que antes fueron jardines de reyes, pero una vez que el monarca se avino a cederlos o la comunidad resolvió enajenárselos, prevalece en ellos el deber de preservar la igualdad entre sus usuarios.
Viene a cuento la metáfora por la frecuente confusión que en nuestro tiempo se produce entre estos dos ámbitos dispares, y que resulta especialmente nociva para la gestión de las cosas del común. Si el individuo tiene derecho, con arreglo a las leyes de los países avanzados, a que ni el Estado ni sus servidores ni los vecinos le pisoteen el jardín de sus afanes personales, a la comunidad se le debe garantizar la inmunidad frente a cualquier jardinero avispado que quiera apropiarse y tratar como si suyo fuera el más humilde seto, el más exiguo parterre de los que forman parte del espacio declarado como parque público.
Y sin embargo, no parece ser esta la convicción entre los que nos gobiernan, de distintos colores y en los diversos niveles administrativos. Entre quienes gestionan lo público, los hay que ya se han olvidado por completo de la necesidad de atender a lo que puedan esperar del parque aquellos que no comparten su ideario. Hay casos escandalosos, como el de quienes desde hace años, respaldados por el voto popular, gobiernan la Generalitat de Cataluña y administran el extenso sector público que de ella depende, convertido en jardín independentista donde no tienen ya sitio muchos de los que le pagan la nómina al jardinero.
Pero no es muy diferente el sesgo que adquiere la política nacional, a ambos lados del espectro ideológico. Allí donde es la derecha la que gobierna se ningunea la visión alternativa, y allí donde resulta ser la izquierda la agraciada por las urnas con la vara de mando se afana por hacer intransitable al adversario el parque, que deja así de ser de todos para ser de algunos. De ahí casos tan poco edificantes como el que nos ofrecen las reformas y contrarreformas educativas, siempre dictadas por la agenda partidista, como si fuera la escuela huerto del que manda.
De esta actitud nace el penoso sesgo cognitivo con que se abordan las desavenencias: si para unos sólo es admisible un diálogo que conduzca, a todo trance, a la puesta en práctica de la solución mágica de la que son adalides, para otros no hay más camino válido que descartar cualquier propuesta que no sea el mantenimiento a ultranza de lo que a ellos les satisface.
Esta inercia de utilizar el parque público como jardín de uno lleva a resultados indeseables incluso cuando se pretende algo que podría parecer pertinente. Verbigracia, la promoción del español, la lengua común de todos, empresa a la que, pese a los loables esfuerzos de los profesionales del Instituto Cervantes, le faltan los recursos que merecería. Flaco favor le hace, empero, utilizarla para proporcionarle una nómina a alguien a quien se le debe una gratificación por los servicios prestados al partido.