Leía hoy un artículo de El Confidencial que contaba que Turismo y Periodismo son las carreras con más jóvenes arrepentidos de haberlas estudiado. No me extraña: el rodillo de la formación en Periodismo parece diseñado para que nos arrepintamos, incluso, de haber nacido. Esas facultades ostentan el dudoso honor de desapasionar al más pintado, al más curioso, al más precoz (y eso mucho antes de que conozcan las amarguras del curro, sus horarios esquizofrénicos, sus precariedades, su tiranía del clic, su manoseo de los debates, sus tentaciones de brocha gorda: su vulgaridad, en el fondo, su inescapable rutina).
Cómo lograron en la Universidad que tantísimas palabras juntas, ordenadas desde la superioridad, el esnobismo y la gerontofilia, consiguiesen no decir nada. Cómo se esforzaron en dinamitarnos la personalidad, el estilo, la simpatía hacia la prosa, las ganas de jugar en la entradilla, la pregunta sorprendente (que ellos consideraron “desubicada”), el humor, el desafío al lector, el titular que era duro y claro como la vida.
Cómo nos obligaron a describir el tendío sin rastro de víscera (como si uno pudiese mirar el mundo bajo la luz blanca de una clínica dental), cómo nos convirtieron en mecanógrafos, en secretarios, en redactores de informes policiales, en viejos prematuros llenos de arrogancia gélida. Uno sólo quería saber qué pasaba allá afuera, escuchar a la peña, mirarles en horizontal, tratar igual al camarero que al ministro, no volverse agrio, no volverse triste, no volverse cínico, no volverse gilipollas.
Nos arrodillaron ante la cátedra y nos volvieron sordos a la gente, al interés real del ciudadanito. Nos enseñaron sólo a domesticarnos y a domesticar el texto. Nos insuflaron purismo y aburrimiento. Nos culpabilizaron por amar adjetivos y adverbios, los tipos grises aquellos: siempre pensé que en el fondo no sabían usarlos (qué culpa tendrán las palabras de lo que somos incapaces de hacer con ellas). Una alienación, una consagración a la mediocridad, un desastre. Periodismo es la carrera que jamás le recomendaría a alguien que quisiera. Tampoco a nadie en quien observe un ramalazo de creatividad, de gusto, de voz propia o de inteligencia: allá corren el riesgo de que les sean extirpados.
El problema de las facultades de Periodismo es que están llenas de enormes teóricos que no saben a qué huele una redacción. Claro que hubo quien mamó mucho encerado y tomó en serio a esos grandes maestros de la abstracción. Ahora esos discípulos son fáciles de reconocer: compañeros que hoy siguen dándoselas de especiales, de elegidos, de tocados por el rayo divino de la información. Sujetos que aún creen que este oficio tiene una sola ley, una manera distante y soberbia de hacer las cosas, individuos endogámicos que se la felan entre sí (¿el umbral de lo valioso?: lo que hacen ellos y sus amigos), mentecatos, en verdad, que critican cosas que no están preparados para emular.
Es curioso todo esto: me pregunto cómo pueden decir que aman un oficio que va sobre el mundo y las gentes si en verdad detestan al mundo y las gentes. Cómo vas a ser periodista (en el sentido callejero y vivo y alegre de la palabra) si no sales de tu burbuja, de tu sillón, de tu tertulia resabiada. Cómo vas a escuchar y a sentirte maravillosamente pequeño y falible si te la pasas calentándonos la oreja con tu soliloquio repelente. Luego pregúntate por qué los entrecomillados de tus entrevistas son tan malos: quizá durante la charla sólo estuviste pensando en ti.
No creo que nada de lo que luego resulta fundamental en el oficio pueda aprenderse en la carrera: no más que el ímpetu ese de abrirte un blog y engañarte pensando que se van a enterar ellos cuando llegues tú al ruedo, que les vas a enseñar cómo se hace, que lo que tienes que decir es primordial. Es tan rápido caerse del burro como empezar a trabajar de verdad: si ahí no te percatas de tu propia insuficiencia, nos brindarás largas décadas de ridículo sonrojante.
No estudies Periodismo: haz otra cosa. Filosofía, Psicología, Literatura, Políticas, Derecho, Humanidades, Económicas. Lo que te venga bien, lo que te acerque al mundo de otra manera. Para contar lo visto siempre habrá tiempo. Confiaremos en tu clase. Lo de la mirada va más con la estrella que con el método.
No estudies Periodismo, no tengas prisa: si un año perruno equivale a siete años humanos (¿será cierto eso?), un año en la vida de un periodista es capaz de envejecerte siete (eso es seguro así, míranos las caras). Empápate de otra cosa y haz unas prácticas en esto después. Si tienes ocasión, pasta o beca, mejor un máster. Elijas lo que elijas, corre a conocer a Antonio Rubio y pídele un café. Métete en el barro. Échale cara. Sé amable, pero sé audaz. Usa la intuición, porque la intuición lo es todo: eso jamás te lo cuentan los profesores. No te lo cuentan, tal vez, porque da miedo. Porque la intuición pertenece al espíritu, a la naturaleza intangible, al azar. Y eso cómo se compra. Y eso con qué se canjea.
No estudies Periodismo. Será imposible que en una facultad te enseñen lo que tantos aún no sabemos manejar, y mira que le hemos echado horas al asunto: no prejuzgar a nadie (sin dejar de ser crítico), no romantizarlo todo (pero dejarte sorprender), ser valiente en tus propuestas (pero asumir que a veces tendrás que desdecirte), encontrar maneras menos barrocas de decir las cosas (pero buscar tu impronta).
Engordar pacientemente la agenda de contactos (sin dejarte encandilar ni aupar por fuentes, ni compadres, ni padrinos), no permitir que te inviten para que no te compren, no hacerle la promoción a nadie, no ser cruel gratuitamente, no ser soporífero con tal de parecer docto, no aprovechar tu altavoz para las venganzas personales.
Qué sé yo, quitarte hierro, relajarte un poco: al final sólo importa lo que haces cuando cierras el ordenador. Esa era la existencia: la que no está sujeta a nóminas, ni siquiera a nóminas de mierda. Esto es sólo un trabajo que quiere cambiar el mundo, pero casi siempre se limita a reseñarlo y, con suerte, algunos días, a explicarlo. Y la verdad es que, con todo, merece la pena.
Esto es sólo un trabajo que se conoce haciéndolo, como al amor sólo se le estudia amando. Involucrándote con el cuerpo. Despeñando. O aún mejor, aún más perverso: como a la vocación se la explora reventándola, desacralizándola, permitiéndole pasar de animal mitológico a pajarito de compañía. Para que no nos devore ni nos esclavice. Para que acabe el curro pero siga la vida.