No sé hace cuánto el delirio se instaló en nuestras vidas hasta convertirlo todo en un meme, pero la polémica tremebunda de esta semana sobre la pasión cárnica ha sido de una ridiculez intelectual sonrojante. España llevándose las manos a la cabeza por una recomendación de Garzón (la conveniencia de “reducir el consumo de carne”) que es más vieja casi que el sol y que incluso aparecía en la agenda 2050 del PSOE, el partido que ahora se cachondea de la apreciación y la desautoriza con una chanza cuñada del presidente. Luego España traduciendo esa idea, sin paños calientes, en “nos quieren prohibir el consumo de carne”. Con su par de huevos fritos con chuletón, claro que sí.
¿Saben ustedes esas películas en las que todos los personajes les caen mal? Algo así siento frente a este paisaje desolador: no sé quién quiero que gane, quizás nadie, quizás sólo yo, cuando a la noche me entra la melancolía en el estómago y proyecto en mi mente una de las imágenes más eróticas que conozco, la del jamón ibérico pegao’ al plato (en ese vacile circense que se traen algunos camareros para demostrarnos que viene sudaíto, que viene húmedo como la vida y el amor). Ay, que no se cae al suelo ni aunque ponga la fuente en vertical. Ay, que nos promete esa alegría que es lapa y cristal de tirosina. El jamón, como el sexo, sigue siendo un lujo plausible, pero uno de esos tan elevados que ya comienzan a estar mal vistos por los reprimidos patrios.
Puede una reconocer que mata por lo blanco del jamón y a la vez expresar que resulta asfixiante la polvareda de niñaterío que ha levantado este tema entre los señores enfadados, hambrientos de molla, agarrados a los muslos del mundo como a un mástil en un naufragio: miren a Juan Ignacio Zoido, que ha entrado al trapo de la conversación pública colgando en sus redes sociales una foto de un filete empanado de dudosa pinta, como si acabara de cumplir nueve años y fuese a gozársela con su menú infantil en una boda. Cristina Cifuentes se le ha unido a la performance con otra instantánea y todo apunta a que incluso se fue del restaurante pagando la cuenta, como satisfecha con su eventito charcutero.
En el otro extremo, los modernos desbarrando: ahora dicen que el consumo de carne roja está ligado a la masculinidad tóxica. Creo que es la mayor mamarrachada que he escuchado en mi vida: a ver si van a querer cambiarme de sexo por fliparlo con mi chistorrita con papas o mi morcillita de arroz. A ver si eso me convierte en una ciudadana violenta o viril, en un cazador con bigote y camacho en la camisa, en un ser potencialmente peligroso y desubicado. A ver si también le vamos a regalar el fuet a los hombres chungos y a la derecha: hace rato que amasan ya todas las cosas divertidas.
Nos vienen cansando estos churumbeles con sus teorías mentecatas henchidas de superioridad moral: quieren que aparte de la precariedad, del virus, de las crisis, del paro, de los alquileres abracadabrantes, de la ansiedad y la angustia vital, nos comamos también el sermón de esos titanes contemporáneos más conocidos como veganos, que están encantados de plancharnos la oreja con su sacrificio hercúleo en pos del planeta, con su gesto de asco físico cuando salivamos con la vaca a la piedra.
Oigan, que parece formidable que cada uno elija el menú que le dicta su conciencia, pero a mí que me dejen en paz. Qué sufrimiento, qué culpa, qué represión. Un vegano verborreico y venido arriba es peor que un cura adoctrinador. Prefiero a Hannibal Lecter (por cierto: qué preocupantemente cerca estaba de la sensualidad la mirada caníbal de Anthony Hopkins a Jodie Foster en El silencio de los corderos).
No me extraña que esto esté sucediendo en un mundo chiflado en el que (mientras se desprecia al pobre que pide por la calle, se llama a los niños “menas” y se desoye a los ancianos) a los perros les calzan trapitos cursis, como de Baby Jane, y se les celebran los cumpleaños con tremenda verbena y se les besa en la boca babeante y todavía no se les hace el amor pero espérense ustedes. Vaya circo de hienas militantes e hipócritas.
Siempre es más fácil amar a un animal que a un ser humano, claro: la relación hacia ellos nunca es igualitaria, no tiene matices, no aguanta reproches ni pérdidas. Es el amor que brinda un tirano a un esclavo. Es el amor absolutista en el que no cabe negociación. Es el puerco amor que sólo ofrecen los que quieren que les reciban en la puerta moviendo la colita, incondicionalmente. Es el amor de los grandes egoístas, infantilizados en sus afectos, que se permiten darnos lecciones al resto.
Digo yo que podrá existir un punto medio entre reconocer que reducir el consumo de carne es bueno para todos y no volvernos profetas ancestrales de las yerbas, frígidos, amargados y llenísimos de taras. La derecha tosca no entiende de matices y todo lo hiperboliza hasta la parodia; la izquierda cuqui peca de torpe culpando al obrero que viene hecho polvo de la jornada y se hinca una albóndiga. No nos dejan ya descansar de la militancia ni un rato, carajo: no podemos ni queremos ser perfectos, no tenemos horario, ni fuerzas, ni dinero para habitar todos los activismos. Especialmente, si suenan tan pijos.
Qué sé yo, qué aburrimiento. Sólo han conseguido que le mande un mensaje a mi madre diciéndole cuánto extraño el salchichón de Málaga.