Toda acción política, aun la más osada, puede sostenerse siempre que no se traspase el punto de ruptura de la sociedad a la que se destina. Nuestro pasado reciente nos ofrece múltiples ejemplos. Sin necesidad de citar nombres, todos recordamos más de un caso de gobernante corrupto que siguió ganando elecciones incluso después de que empezaran a tenerse indicios de que su prioridad era su cuenta corriente (o la del partido) por delante de las necesidades públicas y las de los ciudadanos. Políticos entregados al más obsceno bandidaje no pagaron por ello inmediatamente, pero acabó llegando un momento en el que no sólo ellos, sino sus siglas, se derrumbaron con estrépito.
Otro caso de audacia temeraria lo representan quienes han emprendido hace años la senda de una redención integral por la vía de la independencia, de la que continúan sin atisbarse los réditos mientras sus costes caen de forma inmisericorde sobre la ciudadanía. Aunque el desajuste entre el edén prometido y los quebrantos causados es ya palpable y grosero, y eso aflora en la pérdida de votos en términos absolutos, quienes proponen a los electores ese ruinoso negocio siguen sumando mayorías como si se dirigieran a una comunidad empeñada en autolesionarse.
Muy arriesgada está siendo la apuesta del actual Gobierno de España, al apoyarse en los votos de enemigos jurados (y ufanos de hacerlo constar) del país que dirige. Presentarles a sus electores una hoja de servicios basada en la transigencia apocada con quienes siguen honrando a los violentos que se marcaron el objetivo de hacer descarrilar nuestra democracia, o dedican todos sus desvelos a socavar los intereses españoles dentro y fuera del país, es encomendarse en exceso a la suerte.
Deben de pensar los estrategas de la Moncloa que todavía, pese a todo, no han llegado al punto de ruptura de la sociedad que debe propiciar la reelección y la renovación del mandato, y que no es otra que la española. Donde están y cuentan los que sustentan con sus votos a esos socios peligrosos; pero también, y en mucho mayor número, personas de toda ideología a las que irritan, incordian, repugnan o directamente asfixian. Y no pocas de ellas, por cierto, en los territorios donde la acción de esos menospreciadores de España y lo español es más intensa.
El partido que sostiene al Gobierno no sólo debe temer la defección de sus votantes andaluces, extremeños o madrileños, sino también que pierdan irreversiblemente la fe en él quienes apostaron por sus siglas en lugares donde el pensamiento único nacionalista ya ha rebasado todos los límites de lo soportable para quienes no comulguen con su ideario. Sería una jugada doblemente nefasta: perder a los que tendrán que costear desde otras regiones las concesiones al independentismo rampante y además a quienes están ya hartos de vivir bajo su férula.
La presidenta madrileña y quienes la asesoran han olido la proximidad de ese doble punto de ruptura, en el conjunto de la sociedad española y en las sociedades que más padecen el abuso del nacionalismo excluyente, y no han perdido la oportunidad que les brinda. En su discurso cada vez hay más guiños, no sólo a los madrileños y españoles que sienten que lo siguen siendo frente a quienes se regodean en desdeñarlos, sino a aquellos que bajo Gobiernos de corte secesionista han llegado a sentirse como rehenes de una perniciosa e insufrible visión del mundo.
A todos ellos se ofrece como redentora, en un discurso que desborda sus actuales funciones y tiene como principal víctima a su agarrotado jefe de filas, pero también pone en aprietos a quien apuesta su suerte a la ruleta de los enemigos de su país. Nunca sabremos si es que es una hábil política o si es que sus contrincantes se empeñaron en ponérselo demasiado fácil.