Nuestros diecisiete más un Gobiernos surfean ya la quinta ola de la pandemia, con la misma falta de eficacia, previsión y solvencia con que capearon las cuatro olas anteriores. Para las del principio podía haber más excusa. A partir de la tercera, se hace algo más difícil para la ciudadanía ser indulgente con los tropiezos del poder. Quizá sea porque cuando es el ciudadano el que tropieza el poder suele mostrarse poco benigno, amén de hacerle sentir la desproporción que existe entre la posición del español de a pie y las prerrogativas de quien escribe el BOE.
La incidencia se desboca, se vuelve a ir (una vez más) por detrás del virus, se revierten atropelladamente las medidas de desescalada, se ven afectados el turismo, la hostelería y hasta la imagen exterior de un país cuyo PIB depende en buena medida de cómo lo perciben desde fuera. Y como avisan los expertos, con la baja proporción de menores de cuarenta años vacunados, se está haciendo con ellos (mascarillas fuera y otras medidas mediante) un ensayo epidemiológico tan poco ético como el que Suecia hizo con su población, y que desató fundadas críticas. No van a enfermar ni morir como los mayores, pero ni la morbilidad ni la mortalidad serán nulas, y alguien debería justificarlo.
Por si todo esto fuera poco, y por si no resultara ya bastante desairada la enésima proclamación del fin de la pandemia con la pandemia progresando aún adecuadamente, aquel que tiene en nuestro ordenamiento encomendada esa función, el Tribunal Constitucional, ha revisado desde el punto de vista jurídico si las medidas gubernamentales contra esta emergencia se tomaron con arreglo a las prescripciones constitucionales, y ha llegado, aunque no por unanimidad, a la conclusión de que no.
Que la votación estuviera muy dividida, y que se hayan formulado cinco votos particulares, no menoscaba en absoluto el sentido ni la eficacia del fallo. Según los que deben interpretarlo, y sin que esta vez haya entre ellos alineación ideológica (un juez conservador respalda lo hecho por el Gobierno, mientras que una progresista lo desautoriza), no se siguió el cauce que se debería haber seguido, por lo que se menoscabaron derechos fundamentales de toda la ciudadanía. Para protegerla, sí, pero resulta que había otro modo de preservarla que habría ofrecido más garantías y más legitimidad democrática a esa restricción de derechos, y que sólo era más incómoda para el Ejecutivo.
Se sabe poco después, quizá porque alguien se ocupa de que se sepa, que en el seno del Gobierno hubo en su día debate sobre si la vía elegida era la correcta, y si no debería haberse instado ante el Parlamento la que ahora dictamina el Tribunal. Y se sabe, igualmente, que quien sostuvo el segundo criterio, el que termina siendo asumido por el intérprete de la Constitución, era precisamente quien dentro del gabinete poseía, por razón de su formación y especialidad, más conocimientos al respecto.
Piensa uno, desde la ingenuidad que seguramente le adorna y explica su nula aptitud para la profesión política, tal y como se entiende entre nosotros, que esta suma de fracasos justificaría que alguien, en alguno de esos diecisiete más un Gobiernos que sostenemos con nuestros impuestos (y dentro de ellos, a tantas galaxias de asesores, decisores y portavoces), sintiera por un momento la necesidad de trasladarle a la ciudadanía que asiste a tanto patinazo alguna disculpa. Algo ligero, tampoco en exceso autoflagelatorio, que todos estamos dispuestos a comprender que el desafío no era fácil y cualquiera se habría equivocado.
No es eso lo que sucede, ni tampoco, verosímilmente, lo que va a suceder. Antes que dar ese sencillo y humilde paso, prefiere el poder la crisis constitucional, desacreditando, aun sin leerla, la sentencia adversa. Y el virus sigue corriendo. Y mutando.