Ayer cumplí treinta: eso cuentan las tartas, un par de canas, los horóscopos. “Para vivir un año es necesario morir muchas veces mucho”, decía Ángel González. “Sé comunicarme con el tiempo”, dice El Virtual. “Yo no tengo edad”, cantaba La Mala. No sé ya si soy joven o vieja, no sé si lo he pasado terriblemente bien o subterráneamente mal. “Me irrita la felicidad de todos esos hombres que no saben que son desgraciados. Su vida humana está llena de todo cuanto constituiría una serie de angustias para una sensibilidad verdadera. Pero, como su verdadera vida es vegetativa, lo que sufren pasa por ellos sin tocarles el alma (…) Tienen la fortuna auténtica de estar viviendo sin darse cuenta (…) A pesar de todo, los amo a todos. ¡Mis queridos vegetales!”. Eso lo escribió Pessoa. “Si algo me pasa, no olvides: mi estrella no es de este mundo de vivos”. Eso lo cantó Tam Tam Go.
Ha sido extraña la autoconsciencia. La caída de los dioses y los mitos. La hipocondría efervescente. La defensa de la alegría con la navaja en el bolsillo. La creación de la familia, de la tribu, del clan. El alejarse de la impostura. Buscar una verdad antigua por no se sabe dónde: ¿quizás por dentro, ese camino largo, ese camino incómodo? Ver cómo se hace grande el misterio.
Dedicar mi oficio a preguntar, o, mejor, a elegir las preguntas importantes. Dedicar mi oficio a escuchar horizontalmente al de enfrente, sea quien sea. Entregar el día a rascar lo bello. Ponerme ciega de amor y de presente. Ser el pájaro que se queda, como decía Emily Dickinson. Cocinar una estricta ética imprevisible (para que eso sea demostración de su poderosa vitalidad): pensar cada detalle, cada tema. Inaugurar una conversación interminable con las macetas de colores, con los grillos de la noche, con los poetas andaluces. Con los bares de carretera de neones muertos donde resisten los últimos casetes. Con las bañeras de patas, con las lámparas de araña, con los Cristos pintados en las puertas de las casitas pesqueras. Con la solemnidad trágica de las cornetas. Entre todas las cosas viejas, entre todas las cosas rotas, entre todas las cosas que ya no le importan a nadie: aquí me quedo.
Vivir, como me dijo un día Manuel Hidalgo, “un poquito subía’ a un tigre”. Vivir sola. Vivir loca. Ignorar los relojes. Volverme teatral, díscola, expansiva, impertinente. Expulsar la palabra "disciplina" como órgano mal trasplantado. Amasar insatisfacciones, ansiedades, urgencias. Exigirlo todo aquí y ahora. Proteger a los míos como una pantera negra. Radicalizarme frente a la cobardía, frente al peloteo, frente a la estupidez. Mantener vivo el ánimo de convocatoria. Salir a ver qué pasa con curiosidad inagotable.
Trabajar la dialéctica de combate. Cuidar la gramática. Sacar jugo a mis defectos. Labrar la memoria para lo único crucial: los poemas, los boleritos, las coplas, las rancheras. Hablar de la muerte. Comprar mesas de comedor grandes para que quepamos todos, hasta el último amigo de amigo, hasta el último hermano de hermano. Besar las manos de los hombres que adoro. Besar la frente de las mujeres que adoro. Desechar el arquetipo caduco de la femme fatale que me impuse durante la adolescencia para defenderme del amor: a mí me pone cachonda la ternura.
Pergeñar una libido oscura que no se entiende sin la palabra. Estudiarme los sueños, limpiar capas del inconsciente: tragar media pastilla para dormir, hacerle el análisis forense al símbolo que me asalta. Defender el derecho al desorden y el derecho a marcharse, como decía Baudelaire. Inventar el derecho a flipar por encima del resto de derechos humanos. Atender a Javier cuando me cuenta que entender lo que necesitamos es fácil, pero asumir lo que deseamos nos lleva toda la vida (porque el deseo nunca se nos presenta de forma evidente, de forma patente, sino que conoce de giros sinuosos para ocultarse y no dejarnos al desnudo frente a toda nuestra riqueza, frente a toda nuestra pobreza, como diría Marta Sanz).
No sé nada, qué sé yo: que ningún hombre llega jamás a valer lo que vale media amiga; que hay que llevar pintalabios en el bolso para sonreírle en rojo a los hijos de puta; que ante la duda, siempre sí. Que aquí hemos venido a jugar.
No sé nada, qué sé yo: pero me esfuerzo, me esfuerzo. El camino es una serpiente.
Quizá tenía razón Montaigne y la única principal ocupación de mi vida consista en pasarla lo mejor posible. Estamos en ello. Salud pa' los buenos.