A mi lado en el avión había sentado un muchacho con las piernas larguísimas, oscuras y con el vello claro. Piernas de hombre joven, mucho más joven que yo, que chocaban con mis rodillas apretadas entre sí. Tenía tatuajes y la nariz aguileña y una camiseta del Milan muy bonita.
No es que fuera exactamente bello, pero apetecía estar a su lado (esta es una sensación reconocible).
Observó mi libro de Amélie Nothomb con curiosidad. Fue solícito a la hora de ayudar a la azafata. Íbamos a despegar cuando cogió el móvil e hizo una llamada corta: "Yo creo que a las tres llegamos. Sí. Ya te voy a ver. Guapo, guapo, guapo". Se besó a sí mismo en la parte interior de la muñeca, donde las venas azules, y luego colgó. Se quedó sonriendo al aire y respirando ampliamente. Yo supe que estaba enamorado. Enamorado como un perro, perdido vivo, carne de cañón. Pensé "le entiendo", pero era mentira. No podía entenderle en absoluto.
En la tarde, el vuelo Málaga-Barcelona se había retrasado cinco horas, lo que siempre equivale a cinco horas muertas para pensar en la muerte. Íbamos a llegar de madrugada. Durante la espera tomé café solo con hielo en varias ocasiones, leí con desgana, transcribí una entrevista (volvió a caerme regular, a veces, esa mujer que hablaba con mi voz y se reía con mi risa: siempre sabía cómo intervendría) y paseé por la terminal esquivando carritos como en los coches de choque.
Me gusta que los aeropuertos estén abiertos a cualquier hora pero cerrados al cielo. Son como un acuario misterioso. Un no-lugar. Vi muchos aviones marcharse. Me miré un rato largo con una bebé asiática como dos pistoleras del lejano Oeste. Ya estaba desesperada. Compartí por Instagram una foto de mi aburrimiento buscando jaleo y entonces, bep, llegó un mensaje de mi ex. "Qué guapa con esa camisa rosa. ¿Sigues ahí esperando?". Hombre, por fin un poco de follón.
Le llamaremos Pablo. Pablo está bien, supongo. No tengo ningún ex que se llame Pablo y eso sólo significa una cosa, y es que quizás ya sea hora.
Vi que la última vez que Pablo me había escrito había sido por mi cumpleaños, en julio. "Felicidades, churri. Eres cáncer, ¿no? Eso explica muchas cosas". Siempre así, en su estilo vitriólico, en su estilo envenenado. Muy inteligente, muy cabrón, muy luminoso. Yo le había contestado: "Ya hace diez veranos que te enamoraste de mí en un concierto de Extremoduro. Felicidades también a ti por eso, máquina". Y se rio, pero se rio como arrepintiéndose. "Casi acabo en San Juan de Dios de aquella", dijo el perla.
Pero esta vez decidió hacerme compañía.
Recordamos cuando íbamos a Granada y leíamos a Ray Loriga, como todos los adolescentes afables que se creen malditos. Recordamos una frase que nos gustaba: "Cuando alguien te mira y mira también las cosas que tú miras, desaparece el terror de las cosas imaginadas, el terror de las catástrofes inminentes". Yo llevaba unas mechas horribles (californianas, de hecho, cuando lo más lejos que había ido había sido a Cádiz) y creo que fumaba demasiado. Él tenía una cámara de fotos nueva y tres perros que yo temía, pero a los que acabé durmiendo abrazada.
Veíamos películas de David Lynch, que ahora tiene un enfisema, pero el tupé lo mantiene, y provocábamos la ira del vecindario.
Una noche volvíamos a casa después de haberlo bailado todo en el Ruido Rosa y discutimos caliente por algo que no sé qué era ni importa. Éramos peleones. Nos mosqueamos porque nos gustábamos mucho y eso daba mucho miedo. En el fondo era eso lo que pasaba, pero sólo lo he entendido ahora.
Cuando le conocí, yo tenía 23 años y muchas pecas. Estaba bastante resabiada. Él era el chaval más guapo de la ciudad en aquel momento, con la nariz medio india y la boca gruesa y las pestañas larguísimas. Tal vez ahora también lo sea, pero ahora yo ya estoy ciega.
Pablo trabajaba de noche en un bar y a la tarde se dormía en mis piernas en la playa y yo le hacía sombra con la mano para que no le diese el sol en los ojos. Siempre se despertaba cuando ya se estaba yendo la gente. Su ironía negra me hacía llorar de risa y de culpa. Éramos una dupla histórica del verano como sólo pueden serlo los amigos que se besan.
Creo que lo pasamos muy bien y también muy mal, pero no lo sé. Ya no puedo recordarlo todo.
Nunca fuimos de la mano por la calle. Nos gustaba caminar sueltos. Como ahora.
"Tú eras un poquito problemática, un poquito neurótica. Con la hipocondría parriba y pabajo. Quien no te conozca, que te compre", me decía, ya por audio. "Venga ya. Sólo era demasiado niña para saber qué pensamientos son innecesarios. Pero hablemos de ti. De tu arrogancia de modernito de los cojones. ¡Te sentías tan diferente al resto, y tenías que recordárnoslo a todos constantemente!", contraataqué.
"Tenía que hacer como que me lo creía para lidiar contigo, hija. Un día te cogiste un AVE y viniste a por mí como si fuera el hombre de tu vida, ¿por qué? Porque te dio un jari, porque te dio por ahí. A los seis meses se te había pasado todo". Esquivé esa bala. Le dije que yo siempre he sido más de AVEs por amor que de Alsas por amor: una chica bien, a mi pesar rebelde. Me dijo que aquel golpe tampoco había sido para tanto, que le había ido muy bien. Más que bien. "Me alegro de que seas la excepción. Después de mí sólo se puede decaer. Pregunta por ahí", bromeé. "Tú eres tonta". "Y tú tampoco eras tan guapo". La dialéctica de combate sobrevive a muchas cosas, especialmente a los romances.
Se escondía por los pasillos de casa para darme sustos y yo estaba siempre al borde del infarto.
Me regaló una máquina de escribir por la que regateó en El Rastro.
De noche metíamos los pies en la piscina en silencio, como monjes, y sólo se oían los grillos.
Lo bueno de los fantasmas es que saben cosas de ti que tú ya habías olvidado.
"Pero eras divertida. Lo eres. Quiero decir: la gente es mala y caprichosa, pero encima es aburrida. Contigo al menos me lo paso bien". "Y yo contigo. Aún me caes mejor que la mayoría de mis amigos", concedí. "Además, el sexo era bueno", lanzó. "¿Sí? ¿"Bueno"? Yo diría que era simpático". "¿Simpático? Vamos, Lorena, no me jodas". Y empezamos a discutir de coña otra vez. Lo dije por chincharle. Era bueno de verdad.
"¿Me acompañas a pedir algo de cenar?", le pregunté, porque ya eran las diez, y me dijo que sí. Moví mis bártulos, compré una ensalada fumable. Le iba describiendo mis movimientos, las cosas que veía. Me senté en una mesa redonda escuchándole por los cascos y charlamos de esto y de aquello. Fue una cita invisible. A veces me reía muy alto y los viajeros me miraban raro, pero todos tenemos derecho a nuestras fiestas privadas en lugares llenos de gente.
Se metió a todos mis colegas en el bolsillo.
Me quemé la pierna con su tubo de escape.
En invierno colaba las manos heladas en mi espalda, debajo del jersey.
Nos fascinaban las máquinas enormes para exprimir naranjas de los bares de carretera, toda aquella parafernalia que funcionaba como un reloj ruidoso. Le regalé un exprimidor pequeño, como para abrir boca, porque no tenía un chavo.
"Por fin tengo puerta de embarque. Es la D50, por si quieres venir".
Ya era la una de la madrugada. Saqué el pasaporte y le di las gracias por la compañía. No hay tantos buenos conversadores, ¿no? Ni con veinte años ni con treinta.
Dijimos que nos veríamos pronto, que teníamos muchas ganas, que debíamos ponernos al día. Ambos sabíamos que no lo haríamos. Me subí al avión y no me besé en el reverso de la muñeca antes de despegar. Cerré los ojos durante hora y cuarto, sin dormirme, y viajé a toda velocidad en la noche.