El deporte me da igual y recibo sin emoción los nuevos Juegos Olímpicos. Pero pronto vuelven a conquistarme ellas, ¡las atletisas! Yo voy a lo que voy: la belleza femenina, en sus múltiples modalidades. Y ahora con un regusto especial, porque es pecado: pecado de la religión que rige, la ideológica.
Así que me siento ante la pantalla, con un ventilador a cada lado (¡he descubierto la ventilación en estéreo!), y acaricio con mis ojos la carne de píxel, que decía Fernández Mallo. Ya no está Vlašić, Blanka Vlašić, la guapa perfecta, con sus bailecitos de después de saltar sin rozar la barra, levantándose de la lona muy chulita, pero están las demás, cada una con su belleza singular, con su perfección exclusiva.
Doy gracias, como Borges, “por la diversidad de las criaturas que forman este singular universo”. En mi caso las criaturas femeninas, que hacen el mundo habitable, aunque no sin dificultades. Siempre recuerdo el epitafio de un pintor extranjero en el Cementerio Inglés de Málaga: “Las mujeres y el arte le hicieron la vida más hermosa, pero también más difícil”.
Ante la pantalla los riesgos parecen controlados, aunque a veces, como pasaba con Vlašić, lo sacuda a uno el síndrome de Stendhal. Hay una tristeza soterrada entonces, por estar desgajado de esa “beleza que não é só minha”, como se dice en A garota de Ipanema. Pero termina triunfando la afirmación del mundo: ese mundo que ha dado a Vlašić y nos ha dado ojos para mirarla.
Nunca falta quien intenta meter el palo en la rueda de mis exaltaciones. Esta vez la frasecita ha sido: “Cuidado, que en estos Juegos de Tokio algunas llevan picha”. Mi exaltación, sin embargo, me ha llevado a responder: “¡Mejor!”. Le rindo así homenaje al más seductor título porno de todos los tiempos (era una película trans): Bellezas con sorpresa.
Yo estoy por las mujeres, sean como sean. Me enamora la gama entera, de las delicadas gimnastas a las rotundas lanzadoras de martillo. ¡Y las aguerridas jabalinistas! ¡Y las gacelas de los 100 metros lisos! ¡Y las pertiguistas, las trampolinistas, las halterofílicas, las remadoras, las formidables voleiplayistas...!
Para cada una tengo mi amor y mi aguja de deseo solitario, con su alquimia de deleite. Las evoluciones de todas ellas en la pista, en la cancha, en el estadio, en el gimnasio, en el velódromo, en el lago o en la piscina componen una sinfonía corporal maravillosa. Es la escala de Platón hacia la Belleza, en innúmeros peldaños. Es la obra de arte total. Y como guinda ahora es pecado.