Tengo para mí que al presidente del Gobierno no le ha hecho ninguna gracia aparecer en los subtítulos de la televisión estadounidense como primer ministro. A todos los presidentes españoles desde la Transición, de Adolfo Suárez a Pedro Sánchez, les ha encantado que en el extranjero se dirijan a ellos como presidentes de España o, cuando menos, presidentes del Gobierno de España.
Respeto y admiro el papel desempeñado por Adolfo Suárez durante la Transición. Sin embargo, creo que se equivocó al insistir en la denominación de presidente del Gobierno dentro de una monarquía parlamentaria. Denominación que se presta a la confusión, que ha facilitado a todos los presidentes hegemonizar su posición sobre el resto de poderes e instituciones del Reino y que, además, es un caso único en Europa.
En el Reino Unido, el jefe del Gobierno es primer ministro. En Alemania, canciller. En Dinamarca y en los Países Bajos, primer ministro. En Suecia, el jefe del Gobierno es el statsminister, ministro del Estado.
Por si fuera poco, incluso en la República Francesa el jefe de Gobierno, bien diferenciado del presidente, es también primer ministro.
En el debate constitucional sobre la denominación del jefe del Gobierno en la restaurada monarquía de 1975 pesó la tradición de la denominación de presidente del Gobierno del reinado de Alfonso XIII. Mucho me temo que los padres de la Constitución sabían más derecho constitucional que historia o que pretendieron, ab initio, una suerte de caudillización del jefe del Gobierno al denominarlo presidente del Gobierno.
Desde luego, la elección por parte de Adolfo Suárez del complejo de la Moncloa iba en esa dirección. Protocolariamente, la residencia del presidente del Gobierno (uno de los tres poderes del Estado) es mucho más aparente, extensa y aparatosa que la del rey en la Zarzuela, siendo este último el símbolo de la continuidad histórica de la Nación y representante, no partidista, del conjunto de los españoles.
Los ponentes constitucionales debieron de pensar que, en nuestra tradición política liberal, la de la monarquía parlamentaria, el jefe del Gobierno es presidente. Pero no se percataron de dos cosas.
La primera, que desde 1834 hasta 1931 ese presidente fue un presidente del Consejo de Ministros de su Majestad.
La segunda, que el presidente del Consejo de Ministros dependía de la confianza del rey o de la reina (la prerrogativa regia), por lo que su poder efectivo era mucho menor que el de los primeros ministros del Reino Unido o de Bélgica, donde la posición de jefe del Gobierno no depende de la confianza del rey, sino de la mayoría parlamentaria.
En las monarquías europeas, si había un choque entre el rey y el primer ministro, el problema era del monarca, no del presidente elegido en las urnas y con mayoría parlamentaria. Ejemplo de ello es la abdicación obligada de Eduardo VIII del Reino Unido (después Duque de Windsor).
En España, desde 1876 hasta 1923, el choque entre el rey y el presidente de su Consejo de Ministros se resolvía con la dimisión sugerida, inducida u ordenada del presidente.
Don Juan Carlos heredó los poderes extraordinarios de Francisco Franco. Quiso ser un rey moderador sin poderes políticos efectivos, salvo los que le otorgó la Constitución como garante del orden constitucional (y que fueron de tanta utilidad el 23-F de 1981).
Del mismo modo, la autoridad moral de Felipe VI fue lo suficientemente disuasoria el 3 de octubre de 2017. Gracias a su discurso, la mayoría de los españoles respiramos tranquilos, para disgusto de los totalitarios separatistas y de la extrema izquierda catalana.
Cuarenta años de poder absoluto del caudillo, solo limitado por el imperio de las leyes que el mismo régimen se había dado, generaron un concepto de preponderancia del jefe del Estado (y, a la vez, presidente del Gobierno) sobre el resto de poderes e instituciones.
En el fondo, como una herencia anhelada, todos los presidentes de gobierno desde Suárez han sido franquistas, en el sentido de caudillistas. Y lo divertido es que los socialistas Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez no se reconocen en su predecesor.
De forma paradójica, la sociedad civil española era durante el franquismo relativamente más viva, relevante y activa que la actual. Sobre todo si la comparamos con el macroEstado de las últimas décadas, disparatado en su Presupuesto (impuestos y deuda) y que ha generado una sociedad civil subvencionada, acosada, sometida e intervenida, empezando por el sumiso IBEX.
Está en la naturaleza de los poderosos acumular y acrecentar su poder. Eso es tan viejo como la política, desde que hay Estados. No estaba previsto en la Constitución que, como vasos comunicantes, el poder cada vez más avasallador de los presidentes del Gobierno comportara el deterioro, la devaluación y el desprestigio del resto de poderes e instituciones del Estado.
En España tenemos un problema con todos los presidentes de Gobierno. Lo que ha fallado son los mecanismos de freno y control ante la invasión gubernamental en todas las esferas de la vida de los españoles. Hoy, frente al abuso de poder gubernamental, la Justicia es el último valladar de resistencia en España. En Europa lo es la Unión Europea.
Si en algún momento una nueva mayoría parlamentaria tuviera vocación reformista podría empezar por cambiar en la Constitución el título de presidente del Gobierno por el de primer ministro, como son conocidos los presidentes españoles cuando salen al extranjero como jefes del Gobierno del Reino de España.
No es sólo una cuestión de estética y de coherencia. Esa denominación llevaría al ánimo de los primeros ministros que son tan sólo uno más de los tres poderes del estado.
Y si además retornaran la sede del Gobierno al Palacio de Presidencia de Castellana 3, de donde nunca debió salir, al menos los jefes de Gobierno no se volverían locos con el síndrome de la Moncloa.