No es una noticia cualquiera. A un exministro del Interior lo despacha al banquillo un juez en compañía de su exsecretario de Estado y de seis comisarios del máximo nivel. La cúpula policial y sus más altos responsables políticos, a excepción del director general de la propia Policía, gracias a acertar a presentarse como ignorante supino de lo que se cocía entre sus subordinados.
Sin perjuicio de la presunción de inocencia, que todavía ha de ser destruida en un juicio oral contradictorio, con pruebas, derecho de defensa y demás menudencias que nos distinguen de las sociedades primitivas, no se trata precisamente de un mérito que pueda exhibir el partido que puso a ese ministro ahí. Sobre todo si se tiene en cuenta que las conductas delictivas en las que supuestamente incurrió tendrían como finalidad borrar huellas de una trama de corrupción en el seno del propio partido.
El mismo día, el mismo juez exonera, por el momento, a la antigua secretaria general de la formación y a su cónyuge, así como a varios ilustres empresarios a los que se relacionaba con las andanzas del más oscuro de los comisarios policiales del que se tiene noticia: un peculiar funcionario, favorecido y tratado por notables y políticos de todo signo, que coleccionaba casi a la misma velocidad medallas pensionadas y millones de euros.
Al final, de todos los prebostes en un principio señalados, y según los indicios racionales que según el criterio del instructor se desprenden de las diligencias, sólo hay material para llevarse por delante a Jorge Fernández Díaz, el exministro. Los demás se libran y, en el caso de los empresarios, quedan como únicos sospechosos los responsables de seguridad de sus respectivas compañías. Como Jorge, se debieron de echar al monte solos.
Y la pregunta que en este momento se hace el encausado, y con él una buena parte de la ciudadanía, es si todo el marrón se lo va a comer sólo él, con su atribulado segundo de a bordo y un pelotón de guardias de la porra, aun de alta graduación, y ya sea con puesto en la seguridad pública o en la privada. Porque lo que en esa operación Kitchen se ventila, y admira lo bien puesto que está el nombre, es una cocina compleja amén de tenebrosa, en la que se intuye la praxis contraria a los intereses públicos de demasiada gente demasiado próxima a las cimas del poder.
Un tesorero que acaba en una celda tras hacer escala en el Senado, después de no poder dar más explicación a su fortunón en Suiza que “su buen hacer” como negociante mientras llevaba las cuentas y los dineros de un partido que ha sido y que es de gobierno y por tanto administraba y administra muchos millones de presupuesto. Una desviación grosera de recursos públicos a una misión insostenible desde cualquier punto de vista acorde con la legalidad vigente. Un jefe policial que se forra traficando con información obtenida gracias a su cargo y que no deja de comprarle, y utilizar, la flor y nata del empresariado patrio.
Toda la porquería resbala por las cañerías, sortea recodos incómodos y acaba cayendo sobre la cabeza de Jorge, que se queda solo para rendir cuentas del destrozo, a partir de su más escandaloso y postrer capítulo: el supuesto aprovechamiento de los resortes de la Seguridad del Estado para poner un dique de contención a la inmundicia que comprometía a su partido.
Existe, al menos metafísicamente, la posibilidad de que ese espionaje ilícito que según el juez podría haber ordenado fuera una iniciativa personal suya, un exceso de celo de un militante henchido de amor a sus siglas y presto a sacrificarse por ellas. Pero también existe, metafísicamente hablando, la posibilidad de que las cosas fueran de otro modo, y sea alguno más quien está detrás de esa arriesgada decisión. Si tal fuera el caso, la soledad de Jorge encierra una bomba. Salvo que acceda a inmolarse.