Vi a un hombre llorar en el semáforo en rojo. Yo iba en taxi, él en su coche. Era un tipo de mediana edad vestido de traje, perfectamente formal, perfectamente abatido. Coincidimos unos segundos en Trafalgar, parados entre el tráfico. Le miré y le vi llorar agarrado al volante. Él no me vio; no me vio porque estaba llorando y cuando uno llora deposita toda la atención en la pena, aunque la vida avance monstruosamente rápida: lloraba con encogimiento, como si le pesase la cabeza, como si también la cabeza estuviese llena de lágrimas, como si enganchase un timón turbulento, con la pausa esa que hace un suicida antes de despeñar.
Pensé en cómo de ocupado tiene que estar uno para llorar mientras conduce a alguna parte. Pensé en cómo de cansado. En cómo de explotado. De críos al menos teníamos tiempo y ocasión de escondernos en el cuarto a llorar: lo hacíamos cuando llorábamos de verdad, no cuando manipulábamos al personal con pucheritos en la cara guapa porque habíamos reventado la bici y queríamos una nueva.
Lo hacíamos por los gritos aterradores del padre, por el miedo al mundo, por los fantasmas y por los hijos de puta, por el silencio gélido de las tardes sin espíritu de juego, por las sillas vacías en las funciones de navidad, por la indiferencia del niño amado, por los sándwiches envueltos en papel Albal que se acumulaban al fondo de la mochila y que no nos comíamos en el recreo para que no nos volvieran a llamar gordos nunca más.
Uno se escondía a llorar y uno no lo sabía, pero aquello era un lujo: luego el niño entiende que la vida adulta consiste, sobre todo, en mantenerse erguido los días de pánico y no romper a llorar en el metro, en el ascensor, en la oficina. La vida adulta consiste en tragar el hilo finísimo de la garganta y en guardar silencio, en hacer lo que uno tiene que hacer, en cruzar los dedos para que nadie nos hable porque sabemos que si tenemos que contestar es probable que escupamos pena negra.
La vida adulta consiste en reprimir las pasiones de antes, las pasiones de siempre: la vida adulta consiste en acumular mierda, en explotar de ansiedad para seguir produciendo, para seguir aparentando, para intentar demostrar que uno realmente es fuerte, que uno realmente vale, que uno puede ser tan feliz como en sus mejores fotos y tan sabio como en sus mejores noches.
Yo sé de los esfuerzos por privar, pero a pesar de ellos llevo la vida entera viendo a gente llorar en sitios, viendo a gente que no puede más, que de verdad no puede más: gente que se ahoga a pesar de no haber recibido ninguna mala noticia, gente asfixiándose físicamente sólo por la posibilidad del mal augurio que se acerca como un mamut lento, gente devastada por la abstracción, por el terror invisible, por la anticipación, por la inseguridad, por la paranoia, por la presión de los otros, por la autoexigencia, por el vacío. Ah, lo del vacío.
Esto no va de ser débil, va de estar vivo; no va de ser pusilánime, va de ser consciente: se ha llamado triunfador al estoico, pero yo diría que el doliente es el inteligente, y que esto es así porque observa con sensibilidad y pasmo el orden demente del mundo. Cómo va a ser endeble una titana como Simone Biles por tener en cuenta más las posibilidades que las probabilidades de fracaso. Cómo van a llamarla blandengue en un estado de las cosas donde ser el mejor duele y ser el peor duele también. Pero qué hostias es lo que no duele aquí, si duele hasta el amor: si hasta lo bello duele.
No sé a cuántas mentes brillantes conocerán ustedes que vayan por la calle como unas maracas; que se caractericen, acaso, por esa alegría boba que se nos demanda, por ese júbilo tarugo del que existe sin darse cuenta: lo de la lucidez es un parto; lo de la perspicacia, el auténtico y sangrante juego olímpico. Pero ahora al realismo lo llaman pesimismo. Pero ahora a la intuición la llaman amargura (porque se adelanta, porque se preocupa).
Es el signo de los tiempos: la ansiedad moderna, la depresión persistente, cierto nihilismo, cierta búsqueda de sentido. Me lo dijo el profesor Quintana Paz: el capitalismo te da libertad negativa, pero te deja hueco de propósitos, de fines. No tiene un programa, no tiene valores. Por eso esta futilidad; por eso este desamparo. Una vez colmadas las necesidades físicas básicas, llegan las necesidades morales, afectivas, sociales, psíquicas, espirituales: llegan las grandes preguntas, los tremendos misterios. Llega la experiencia humana.
Necesitamos psicólogos y psiquiatras sin entregarles el riñón a cambio de la paz: necesitamos un Estado fuerte que no se cruce de brazos mientras nos observa delirar con zozobras y angustias. Necesitamos matar de una vez por todas el imperativo de la felicidad (hace rato que no es más que un logo en una sucia taza): quizá nos baste y nos sobre con el humor. Necesitamos detenernos, a ser posible no sólo en los semáforos, y mirar un rato el mar.