La diferencia, digamos salival, entre un nacionalista vasco, catalán o andaluz y un nacionalizado español es que el primero escupe sobre la bandera rojigualda y el segundo la besa.
El nacionalizado (ya sea de origen cubano, dominicano o marroquí) abraza la enseña porque sabe, respecto a su país de procedencia, lo que esta significa: prosperidad, libertad y, sobre todo, oportunidad.
En cambio, ese independentista hispanófobo y mimado la desprecia porque siempre lo ha tenido todo y no conoce la intemperie, el frío que hace destapado de ella. No calibra el valor de un pasaporte español porque nació con él bajo el brazo.
Que le pregunten lo que vale un documento que diga español al reciente medallista olímpico Ray Zapata, que llegó a los nueve años con su madre a Lanzarote, procedente de Santo Domingo, en busca de una vida mejor.
O a Enmanuel ‘El Profeta’ Reyes, dispuesto a “arrancar cabezas” por España y que para participar en unos Juegos Olímpicos tuvo que escapar de Cuba para alcanzar la Península, previo paso por un escondite moscovita y tres campos de inmigrantes en Austria y Alemania, en una aventura digna de El Maestro Juan Martínez que estaba allí.
Mo Katir, nuestra gran baza atlética en Tokio, es nacido en Alcazarquivir, que suena a pueblo de Córdoba, pero está en Marruecos. Llegó a España con cinco años, pero hasta 2019 no obtuvo la nacionalidad española. Hasta entonces, y pese a ganar decenas de carreras, no pudo subirse a un podio. Katir, marroquí de origen pero afincado en Mula, es más murciano que la cruz de Caravaca que pende del cuello de Alejandro Valverde.
El de nuestro hombre en los 110 metros vallas, Orlando Ortega, desgraciadamente recién lesionado, es otro caso de cubano que se acoge a la patria española.
Hay más ejemplos de españoles con origen extranjero que forman orgullosamente parte de nuestra expedición olímpica: Garbiñe Muguruza (venezolana), Davidóvich (malagueño de padres rusos) o Garuba (de padres nigerianos).
Luego está el caso de los hermanos Izaguirre, ciclistas que por las pintas aberzales podrían parecer miembros del Comando Vizcaya, pero que, rompiendo prejuicios, no sólo han lucido la bandera roja y amarilla en el maillot, en el casco, en los calcetines y hasta en los calzones durante la competición olímpica, sino que, en el caso de Ion, lo ha hecho durante toda la temporada como campeón nacional de contrarreloj. Gorka, el mayor, ya lo portó durante 2018 tras proclamarse vencedor en el campeonato español en ruta.
Mientras garabateo estas líneas, leo el titular de una entrevista a Ana Peleteiro, bronce en triple salto y más gallega que una ración de percebes envueltos en una página de periódico escrita por Juan Tallón y Manuel Jabois. Decía que leo las siguientes palabras de la saltadora: “Que los dos medallistas fuéramos negros le joderá a mucha gente”. A mí desde luego que no, señora Peleteiro. No sabe cuánto me alegré con su marca de 14,87 metros y con el impecable ejercicio de suelo de su amigo Rayderley. Ah, es usted tan joven que seguro que no conoce a don Antonio Machín.
Al menda no, ya digo. Pero sé a quién le “jode” tu medalla. A esos Andoni Ortuzar que en la Eurocopa apoyaban a Inglaterra (y lo seguirán haciendo, porque la FIFA acaba de darle calabazas al combinado vasco). A esos Xavi que dicen que Catar no es una democracia, pero que funciona mejor que España. O a esos Kichi que quieren hacer de Cádiz La Habana.
Sí, a ellos, nacionalistas, les fastidia tu medalla. Pero no porque seas negra, amiga. Sino porque eres española.