En el vídeo se ve cómo un miliciano talibán danza exultante en el palacio del gobernador de Herat, tras la caída de la capital de esa provincia, y a la vez la tercera ciudad más importante de Afganistán. Por allí pasó Alejandro Magno, allí empezó el motín contra el gobierno prosoviético que dio pie a la intervención de la URSS de 1979, y tras ella, y su estrepitoso fracaso, al colapso de la superpotencia comunista, que no pudo superar la humillación de perder más de 15.000 vidas en los riscos afganos para dejar al final el país en manos de los orgullosos muyahidines.
En Herat, también, estuvieron durante 13 años las tropas españolas, tratando de ayudar a la pacificación y modernización de la sociedad afgana, según el plan trazado por los cerebros del Departamento de Estado estadounidense, y ejecutado por la OTAN con los deprimentes resultados que están ahora a la vista. No han terminado aún de retirarse las tropas extranjeras y los talibanes avanzan en todos los frentes y cuentan ya en días el plazo para apoderarse de todo Afganistán, incluida la capital, Kabul, a donde acuden desesperados miles de refugiados que no creen pertinente aguardar a que los talibanes los degüellen.
El gobierno afgano constituido con arreglo a los designios de Estados Unidos y las tropas locales tan laboriosamente instruidas y tan costosamente equipadas para defenderlo se deshacen ante la ofensiva de los aguerridos estudiantes del Corán. Apenas les plantan cara las fuerzas especiales afganas, esas que formaron, entre otros, los militares del Mando de Operaciones Especiales español. Son unos pocos miles de hombres, insuficientes para contener el tsunami que se les viene encima, mientras el resto de las tropas huyen y abandonan su material al enemigo.
Lo que ahora se avecina es un desastre humanitario de proporciones gigantescas, con miles de refugiados y quién sabe cuántos ajusticiados y prisioneros. En cierto modo, esta última condición la adquirirán todos los afganos, y muy en especial las afganas, ante la impotencia y la insolvencia de esa comunidad internacional que en dos décadas sólo ha propuesto un proyecto inviable para librar a aquel país del retroceso al Medievo. A los españoles se nos impone el deber de dignidad de impedir que sean parte de las víctimas los naturales del lugar que ayudaron a nuestras tropas durante su despliegue allí, pero eso no va más allá de salvar un pedacito de honra y no remedia el fracaso.
En estos días desoladores vienen a la memoria, en primer lugar, los miles de horas de esfuerzo, peligros y sacrificio y el centenar de vidas que la misión afgana le costó a España. Y a quien tuvo la oportunidad de estar allí, alguna de las imágenes que se quedaron grabadas en su retina. En el caso de quien esto escribe son centenares, pero me limitaré a rescatar dos.
Una de ellas es la silueta de un precario fortín de la policía afgana, al costado de la Ring Road, la carretera que vertebra el país, entre las bases de Camp Arena en Gozareh (donde tenían los españoles su cuartel general) y Camp Zafar. Al pasar junto a él, un militar español me dijo que les atacaban casi todas las noches, porque el territorio nunca se logró pacificar del todo. Ver al centinela e imaginarse esas noches (algunos se disparaban a sí mismos para que los sacaran de allí) inspiraba una piedad que ahora se vuelve fundado temor por su supervivencia.
La otra es un grupo de mujeres cadetes del ejército afgano a las que vi desfilar en Camp Zafar. “El futuro”, dijo al verlas uno de los que me acompañaban. Estremece pensar en el futuro que les espera ahora a todas ellas, debajo del burka, con suerte.
“La lágrima en la que me veo a mí mismo, eso eres Tú”. Así habló el maestro sufí Ansari, nacido en Herat hace mil años. Nunca como hoy sus palabras tuvieron tan amarga vigencia.