Las mujeres que se ríen son peligrosas. Lo creen los talibán, lo temen los talibán, lo exhortan los talibán cuando prohíben las carcajadas de las hembras afganas para mantenerlas dóciles en el cerco podrido de su imperio negro. Es uno de sus vetos terroristas más elocuentes, porque saben que la mujer que se ríe (de Europa a Oriente Medio) es la mujer que piensa y la mujer que se impone al pánico, la mujer que mira la vida por encima del miedo. La mujer que se troncha y hace resonar el mundo es la mujer que puede hacerte minúsculo. Ridículo. Patético.
La mujer que se mofa pone frente al espejo a los tribales, a los misóginos, a los fundamentalistas. A los asesinos. A los tiránicos. A los de acá, que algunos quedan. A los de allí, que campan e imperan.
La idea trasciende la cursilería esa de “la risa es un arma”. Claro que su alegría no las salvará de nada, claro que las condenará, claro que en este horror no es posible rebañar literatura. Me acuerdo ahora del "sonrían, sonrían que sí se puede" de Pablo Iglesias o de la "revolución de las sonrisas" que promulgaba Torra y me muero de puro lache. Cuánta puerilidad, cuánta afectación. Qué diáfano se ve hoy, cuando se trata de la vida o la muerte, que tantas consignas políticas naifs de los últimos años han estado fuera de sitio. Que se lo cuenten a las víctimas afganas. Para ellas reírse es una insurrección que se paga con la sangre.
No obstante, me parece interesante analizar los puntos flacos de los talibán: lo que les irrita, lo que les enerva, lo que les jode. A grandes rasgos, la verdad es que es casi todo, casi todo nuestro imaginario conocido y pseudoconquistado. Casi todo lo que tenga que ver con la dignidad, con la integridad, con la libertad y con los derechos humanos.
Pero en lo particular (no sé si es particular la mitad de la población), y dado que a su juicio nosotras siempre fuimos menos humanas que el resto (más hermanas quizá de la zorra, de la perra o la serpiente, más parecidas a la gallina que es puta), lo que les inflama es lo femenino. De nuestra dialéctica autosuficiente al sonido de nuestros tacones, de nuestra orina en los baños públicos al hecho de tener coño, o tobillos, o una jodida cara. De nuestro saludo firme estrechando la mano a la molestia cargante de que tengamos que ir al médico. De que podamos morir antes de que nos maten. De que las maten.
Nuestra solidaridad (hablo de las feministas, que es como decir "de los humanistas") con las afganas es toda. De ellas ¿sólo? nos diferencia el lugar en que nacimos, un despiadado azar que luego condicionó todo lo demás. El credo, el pensamiento, el espíritu crítico. La educación, la voluntad, el lujo de la vocación. La sexualidad, el amor, la maternidad. La salud, la apariencia, las rebeldías.
Sabemos que podríamos ser ellas, que con ellas compartimos un destino biológico que nos sentencia, y esa empatía dibuja entre sus vidas y las nuestras una línea tan fina (y tan infranqueable, al final), que, a este lado, desde el incomparable privilegio, no paramos de estremecernos de terror, de rabia, de impotencia.
No sabemos qué hacer. Tampoco tenemos por qué saberlo. Ese no es nuestro trabajo, no es nuestra competencia. He estado leyendo a los expertos. Algunos explican por qué tiene más sentido que sean otros países más ricos y culturalmente más afines a Afganistán los que acojan a sus refugiados. Bien. Insisto en que es tanta la complejidad del problema que no puedo hacerme cargo de una propuesta sólida (para algo está la UE, digo yo), pero sí sé algo: la grandeza y la decencia de un país, igual que de un individuo, dependen de su trato hacia los débiles. ¿Sí o no, Alemania?
Claro que ser noble es un engorro. Claro que ser justo trae problemas. Pero yo creo, como ciudadana y como feminista (no soy lo primero antes que lo segundo, como Clara Campoamor, sino que se trata, para mí, de una sola identidad enrocada, indisoluble) que siempre merece la pena pagar el precio. Que ponerse de perfil ante el drama ajeno es la antipolítica. Que los indiferentes engordan el lado más deshonroso de la Historia.
Sólo espero que con un Gobierno como el nuestro (tan preocupado por las niñas que sugiere darle un enfoque de género a las matemáticas) y con una ministra de Igualdad como la nuestra (tan locamente igualitaria que se desgañita por decir “portavozas”), sepamos dar ejemplo como país y demostrar ahora, que es la hora de la verdad, nuestra vocación feminista. Para lo estético, claro, pero también para lo estructural. Para lo propio, claro, pero también para lo global. Espero que Sánchez y Robles se estén quitando horas de sueño. A cada rato cae el mural con la cara de una muchacha en Kabul. La guerra contra las mujeres se ha reinaugurado. En el fondo, nunca cesó. A cada minuto las tumban. No tenemos tiempo.