El otro día le regalé a Luis un libro con mil y una láminas de El Bosco. "Para tenerlo cerca del váter", le dije. Porque siempre hay que tener un libro al lado de la taza. No vale uno cualquiera. Los que mejor funcionan son los ilustrados, los de poesía o los de aforismos. En el baño de un tío mío había Antonio Machado y reflexiones breves de Schopenhauer.
El obsequio tocó el corazón de mi amigo. El resto de los que estaban a la mesa comenzaron a divagar acerca de los títulos que, muy pronto, colocarán en sus aposentos. Cuando llegaron las copas, la conversación viajó adonde ninguno queríamos: lo escatológico. Así que corrí a cambiar de tema. Mencioné algunos ministros, las alpargatas de Pedro Sánchez y la gestión del Gobierno.
La cagué. Me miraron (¡y con razón!) como al peor de los impertinentes. Sentí en la espalda ese sudor frío que nos asalta cuando metemos la pata en el momento más inesperado. Los efluvios fecales empezaban a atisbarse en el verbo, es cierto. Pero mis amigos sólo se taparon la nariz cuando eché mano de derechas e izquierdas.
Hablar de política es de muy mala educación. Se lo escuché hace unos meses a mi admirado Luis Alberto de Cuenca. Pensé que exageraba, que el razonamiento era fruto de su ironía británica. Pero no. Este verano he aprendido la lección.
Hablar de política a cara descubierta (me enseñó mi abuela) era de mala educación en su tiempo por lo indiscreto. Si en una comida como la nuestra alguien revelaba a quién votaba, no era plato de buen gusto. Los estándares de lo admisible eran dos. Se podía confesar el juancarlismo y el comunismo. Pero lo demás… ¡ay!
Después llegó el destape. La filiación política se acompasó al nudismo. Tenía su público. Gustaba. Bien argumentada, una posición adquiría cierto carácter seductor. Era importante el efecto espejo. Ese discurso, con algo de suerte, encontraba una representación digna en el Congreso de los Diputados.
De cinco años a esta parte, no puede (¡ni debe!) haber un topless político. En homenaje a Josep Pla, he veraneado en autobús. También en tren. Recorridos largos, inverosímiles. Subido a un vagón asturiano, recorrí en dos horas lo que en coche no hubiera pasado de los 20 minutos. Puse bien la oreja: espié conversaciones.
España es muy educada. Mucho más de lo que pensamos. Nadie, ¡absolutamente nadie!, hablaba de los políticos que nos desgobiernan. Ni en la playa ni en la montaña. Recién salido del Parlamento, el síndrome de abstinencia fue (para qué decirlo de otra manera) muy jodido. Uno jamás pensó que pudieran echarse de menos las sandeces.
Exiliado de la burbuja político-periodística, España tiene otro color. Se parece más a una canción de Serrat, a un poema de Celaya, a una película de Garci, a una mirada de Marisol, al silencio de Santa Teresa.
En la vida real, “Sánchez” son los goles de Hugo. Casado es la boda del amigo. Iglesias es el patrimonio cultural de hace siglos. Abascal, la calle donde empiezan las copas. Y Arrimadas, el verbo de cuando las discotecas estaban abiertas.
Una mezcla de sentido del ridículo y desafección ha encerrado a nuestros representantes públicos en un agujero con algo de agua, embarcaciones marrones y libros de El Bosco cerca. Iba a tirar de la cadena, pero se me han acabado las vacaciones.