La ministra del ramo, Reyes Maroto, dijo el lunes que la erupción del volcán de La Palma era un espectáculo maravilloso y que podría ser utilizado como reclamo turístico. Tenía toda la razón, pero le cayó la del pulpo, o sea, una lluvia de golpes para ablandarle, en su caso, el juicio.
La ministra, como se verá, ha dicho algo bien cierto, pero ha carecido del don de la oportunidad (¿quién lo dice?, ¿cuándo lo dice?), que es un don interesantísimo y tan escaso como, otro que tal, el don de la medida.
Se supone que tenemos que estar, y estamos, a lo que debemos estar: el lamento y la solidaridad por las pérdidas materiales y espirituales, por la destrucción de patrimonios (casas, cultivos, carreteras, vegetación, ganado…) que son conquistas de toda una vida y cuya pérdida coloca a los afectados a la intemperie física y psicológica.
Todo esto lo intentarán paliar, como es de recibo, el Estado, los vecinos y los voluntarios sobre el terreno, y nosotros, las personas particulares que estamos lejos, tenemos fácil convertirnos gratuitamente (o sea, gratis, sin dar un palo el agua) en condolientes acongojados, que eso se lleva mucho ahora y, al parecer, proporciona una mano de bálsamo a los más accesibles y practicables requerimientos de la conciencia ética y de la autoestima un peldaño por encima del resto.
Pero que la erupción de un volcán es un espectáculo, no sé si maravilloso o demandante de otro adjetivo, es algo bien cierto: cuando la tierra se pone en plan telúrico, con fuego alto y todo, ese arrebato nos hipnotiza y nos asombra. Y por eso estamos siguiendo las imágenes de la televisión y los videos. Los afectados por las inundaciones suelen hacer fotos de cómo la riada se lleva sus coches.
Y los turistas llegarán, claro que llegarán (con dinerito y móviles) para ver a pie de obra el resultado de la grandiosa catástrofe. Ya han llegado, en realidad, los paisanos más cercanos, porque la erupción de un volcán, qué diablos, no se ve todos los días desde la distancia corta. ¿Y?
Pues que siempre ha sido así y así será. El turismo, sobre todo el de los otros, tiene un lado viscoso, vaya que sí, muchas veces de curiosidad banal. Pero, banal o no, los humanos estamos hechos de curiosidad, que es otro don del que conviene, en sus mejores manifestaciones, no carecer y que ha reportado y reporta grandes beneficios a la humanidad.
Ahí tenemos a Pompeya (toquemos madera, desde luego), polo de atracción turística sobre el suelo ensangrentado de miles de víctimas. Ah, es distinto, ocurrió hace mucho tiempo. Sí, el tiempo lo cura todo, dicen los filósofos caseros, pero eso no quita para que la tragedia, lejana o cercana, sea para nosotros un espectáculo a observar, tal vez porque nos gratifica (como las películas de horror y miedo) con el sentimiento de que lo espantoso no nos ha alcanzado a nosotros. Todavía. Tenemos que seguir la vida ayudados por la impresión de que la desgracia radical no se ha posado sobre nuestros hombros.
Es un poco ilusoria, ciertamente, esa ilusión, pero funciona. A los románticos les dio por las ruinas (y la afición continúa con el pretexto de lo artístico), pero las ruinas indican un camino inexorable: nuestra civilización, como las anteriores, también va hacia la ruina. Pero todavía no está en ruinas, y eso se conoce que consuela.
Adorno dijo que, después de Auschwitz, escribir poesía sería un acto de barbarie. Y no sólo se ha seguido escribiendo poesía, como era presumible, sino que se ha escrito poesía sobre Auschwitz. Y el campo de la ignominia, arreglado y presentable, es, con su indudable carga ejemplarizante y reflexiva (nunca más), un destino turístico.
¿Y qué me dicen, bajando el listón, de los cementerios? ¿Acaso no hay un turismo de cementerios? ¿Acaso no hay cementerios preciosos? ¿Han ido ustedes a París y no han visitado los cementerios de Montparnasse y Père-Lachaise? Todas las personas que están allí enterradas murieron, obviamente, lo cual no debió de ser plato de su gusto, pero nosotros refitoleamos entre tanta tumba bonita. ¿Tumba bonita? A ver.
Hay gente que cuando va a una ciudad visita su mejor mercado y su mejor cementerio. El mercado, algarabía de vida, de colores, de voces, de olores: los frutos de la naturaleza. Y otro fruto de la naturaleza es la muerte y, por tanto, los cementerios, qué paz.
Recuerdo que una vez, entre tantas, visité un cementerio montañés, en una colina frente al mar, hermoso de veras. Y mientras recorría sus senderos y fotografiaba los panteones más vistosos, vi a una mujer con un impermeable rojo y un pañuelo azul arrodillada e inclinada junto a una tumba gris, limpiando de polvo y arena la lápida, poniendo flores frescas. Yo era un turista de la muerte ajena, ella era la víctima de una muerte propia. Estuve pensando, pero aquel cementerio no fue el último que visité.
Es que somos así. Y no de ahora. El turismo, digan lo que digan los condolientes gratis total, llegará a La Palma. Al tiempo.