Al contrario de lo que se pretende que ocurra con el género, que uno pueda elegir el suyo propio y sentido, sin más intervención ni condicionante que la propia voluntad, y el que diga que a ver, hablemos, es un tránsfobo y un tóxico y, a poco que se descuide, un maltratador psicológico a tope con provocar suicidios entre adolescentes y otras maldades de difícil disculpa, con la ideología no hay ni autodeterminación que valga, ni voluntad expresa, ni leches en vinagre. Que se lo digan a Federico Jiménez Losantos, que un día era facha y al siguiente, rojo perdido. Y todo a cuenta de su postura personal en el tema de las vacunas.
Pero en realidad eso es lo de menos. El movimiento antivacunas es intercambiable por el movimiento feminista de quinta ola (o la ola por la que vayan ya, que yo he perdido la cuenta). O por el movimiento Black Lives Matter. O por el animalista, el terraplanista, el LGTBQ (si me dejo alguna letra, me avisen), el nacionalismo. Da igual que sea la más justa de las causas o el delirio más brutal, el comportamiento es el mismo: no se admite la discrepancia. Hasta el más mínimo cuestionamiento del más nimio de los detalles del último de sus preceptos es una herejía intolerable.
Lo explica estupendamente el gran Santiago González, que siempre lo explica todo mejor, cuando dice que, hoy en día, sabiendo la postura de alguien respecto al conflicto palestino-israelí, se sabe lo que opina sobre la gestación subrogada, los alimentos transgénicos y hasta si la tortilla le gusta con cebolla o sin cebolla.
Pero volvamos a la paradoja del inicio que es la que me trae y me lleva, como el cariño a la Zarzamora, por la calle del dolor. Tan preocupante como que unos empujen al lado del contrario en el espectro ideológico, sin matices ni gradación, a cualquiera que ose cuestionar lo más mínimo, lo es que uno mismo, por reacción, se autoperciba y reconozca como eso mismo, como el contrario. Porque el abrazo del otro depende, como el del anterior, de la sumisión de las opiniones al ideario completo. Aquí no hay espacio para un solo la puntita, ni para un muy chimobayesco “esta sí esta no”.
La cuestión, por lo tanto, no sería tanto defendernos de los que quieran etiquetarnos, ni siquiera desprendernos de esas etiquetas que no nos corresponden y no hemos elegido, sino de replantear los términos del debate. No se trata de determinar si estamos situados en un lado o en otro por lo que determine el averiado fotómetro ideológico del activista constante e incansable como de situarnos a un lado u otro de la línea que separa los hechos y los datos de la fe, el empirismo de la intuición, los sé de los creo. Declarémonos ideológicamente no binarios, seres de pensamiento fluido. Con nuestra voluntad expresa debería bastar. Hasta la biología está de nuestra parte.