Primero las explosiones, luego la nube de humo alzándose sobre la boca del volcán, el fuego, los ríos de lava avanzando por laderas y llanos, engulléndolo todo.
Cinco, diez, quince minutos para comprimir tu vida en una bolsa de viaje y dejar atrás tu historia, la de tu familia, la de tus afectos, con la certeza que todo eso quedará borrado para siempre.
Cinco, diez, quince minutos, ¿cómo no conmoverse? Parece imposible. O no.
“Desde Turespaña y desde las embajadas vamos a dar toda la información para que la isla (de La Palma) se convierta en un reclamo para los turistas que quieran ver este espectáculo tan maravilloso de la naturaleza”. Espectáculo maravilloso. Declaraciones de la ministra Reyes Maroto.
Acostumbrados a la medianía de este Gobierno que es multitud, la primera reacción es la de ponernos en la limitación intelectual de la ministra, en un “a tontas y a locas” o un “no da para más a pesar de lo que cobra”.
Yo no creo que sea sólo eso. Es cierto que en la escalera de Jacob que le lleva a una a un ministerio, los peldaños no tienen por qué estar tapizados de competencia y capacidad y que a veces basta con que la pértiga sea la adecuada y esté en lugar preciso.
Pero dicho esto, yo me quedo con la falta de empatía de Reyes Maroto, ese rasgo que, como el humo tóxico, cuanto más tiempo se está sin conocer lo que es un trabajo fuera de la política, más se inhala.
Y como consecuencia, esa incapacidad de conectar con los sentimientos y las desdichas ajenas porque simplemente no se ven más allá de lo que los titulares dictan. Esa incapacidad para entender que la gente no es sólo un conjunto despersonalizado de votantes. Ese olvidar a veces de que la realidad en la que viven la mayoría de los ciudadanos nada tiene que ver con la de una ministra o la de un eterno vividor de la política.
Por esas cosas, una puede ir a la Asamblea de Madrid a hablar de la “pobreza menstrual” y despachar con displicencia la pobreza energética, y no digamos ya la alimentaria. O yo que sé, la de todas las víctimas del parón económico de la pandemia. O la de los enfermos de esclerosis múltiple y otros dependientes a los que por toda ayuda se les ofrece la eutanasia.
Falta de empatía y también falta de respeto. El que mostraron los dieciséis ministros del Gobierno, ausentándose de la última sesión de control del Parlamento.
Que sí, que sabemos que lo que hacen dieciséis lo podrían hacer ocho o seis, pero aunque sólo fuera por la consideración a esos de la pobreza energética, e incluso a las de la pobreza menstrual. ¿Qué tal pasar un ratito en el banco azul, aunque sea insultando a la oposición, para fingir al menos que les importamos?
Y mientras unos achican el agua de la última gota fría, asisten impotentes a la destrucción de sus casas, tratan de cuadrar unas cuentas que no salen, esperan unas ayudas que no llegan y la mayoría aguarda aterrada la próxima factura de la luz, nos hablan desde las Cortes de casi un millón de euros a gastar en traductores en el Senado (600.000 mil a añadir a los 350.000 que ya se gastan) para que sus señorías con lengua cooficial no tengan que utilizar el español más que cuando se toman una caña con uno de Cuenca o de cualquier mísero lugar monolingüe en los recesos del Pleno.
Y como un millón de euros parece poca cosa a los que no les tiembla el pulso a la hora de gastar el dinero ajeno, ahí los tienen valorando gastar un millón más en traductores para el Congreso de los Diputados.
Créanme. Qué espectáculo más maravilloso.