Ha concluido la Feria del Libro de Madrid más extraña, en un mes inhabitual en el que la gente entraba, en ocasiones tras aguantar largas colas al sol, vistiendo sus mascarillas, cuando lo permitía el control del aforo. Al menos, se puede considerar, se ha podido celebrar.
Yo la he vivido desde una triple perspectiva. Como editor, he podido ver cómo una lectora le agarraba la mano casi con pasión a Úrsula Calvo, autora de Hacia yo ahora (Kailas, 2021), al tiempo que le decía, sonriendo: “Me has cambiado la vida, ¡te lo agradezco tanto…!” .
La escritora y conferenciante que más defiende la permanencia en el presente, con el semblante sobrecogido, le devolvía la energía a su lectora. Imagino que, para un autor de una obra que trata sobre el lugar de uno en el mundo, en su espacio pero sobre todo en su tiempo, puede haber pocas recompensas mayores.
Como autor, he visto crecer los ojos de una niña de “casi once” años (como ella misma decía), hasta casi lo imposible, por el asombro de tener enfrente al autor de la colección de Lolota, su personaje infantil favorito. Aún extasiada, quizá preguntándose si no sería yo un impostor (supondría que el autor de Lolota debía ser como la propia niña, un personaje mágico y no un individuo corriente), me interrogaba sobre cómo concebí a esa pequeña china y española a la que tanto le gusta viajar, y contarlo.
Sus ojos enormes, detrás de sus gafas de pasta marrón, su boca que se adivinaba abierta, tras la mascarilla, y su excitación ante la colección infantil completa resultan difíciles de olvidar.
Como lector, pedí varias firmas. Los autores tienen unos cuantos segundos para consolidar el enamoramiento de quienes van a verlos y, también, el mismo tiempo para permitir que su mito se derrumbe provocando un ruido estrepitoso e irreversible.
David Trueba rubricó su Queridos niños con todo el entusiasmo y el cariño al saber que era para una joven cooperante que ahora mismo está en Etiopía, tras pasar por Somalia y, antes, por Uganda. “Gracias por tu trabajo” le escribió, con una letra cuidada y hermosa. Como si, al saber que ella atendía a los demás, él se sintiera igualmente cuidado.
También pedí la firma a James Rhodes, que escribió en la tercera página de su Made in Spain (Plan B, 2021) el “con amor” más insignificante y desolado que yo haya visto nunca. Se siente muy español el pianista, pero su firma bien podría haberla efectuado el escandinavo más gélido al norte de la península vikinga, o una máquina cualquiera.
Tampoco tuvo la cercanía que uno hubiera anhelado Leonardo Padura, quizá a pesar de su procedencia caribeña. Su excelente La novela de mi vida recibió su grafía y también su educación, pero resultó más fugitiva que apasionada.
Por suerte, también sacudía la FLM Héctor Abad Faciolince. Al autor de El olvido que seremos le conmovió que la receptora futura de su deliciosa novela fuera una mujer que decidió cambiar de profesión superados los 45 años, aplicándose para empezar y después terminar Enfermería y entregar (eso ya lo hace) su tiempo a los demás. “Para Marta, que se dedica a ese oficio que tanto agradecemos los que hemos sufrido”, trazó con esmero el escritor y periodista colombiano.
El agradecimiento y la humildad (gracias, Héctor; gracias, David), se manifiestan en los escasos segundos en los que tratan a sus lectores; sin ellos, los autores no son nadie, ni son nada. Sólo ese olvido, el que se ha atribuido a Borges, que todos seremos.