De un tiempo a esta parte, la fiesta del 12 de octubre se ha convertido en el día reivindicativo de quienes en lugar de seguir sosteniendo el empeño de construir España como casa común de todos están obsesionados en dinamitarla para promover sus propios chiringuitos nacionales e identitarios. Calculan, no sin motivo, que esa Hispanidad de amplias miras que convinimos en celebrar en el aniversario del avistamiento de la primera tierra de América por la expedición de Cristóbal Colón, aun maltrecha y descolorida, es la sombra que impide que crezca como desean el árbol bajo el que aspiran a cobijar sus sueños de poder, libres de aquellos con quienes les repugna compartir las decisiones. Por eso se aplican, año tras año, a la tarea de echarla abajo.
Lo hacen de manera evidente quienes han formulado su proyecto político sobre la base de la refutación y el rechazo de lo español, el conflicto permanente con quienes se identifican con nuestro país e incluso el ostensible menosprecio hacia cuanto lo representa (vale para su historia, su lengua o sus leyes). Con la grosería que no consentirían hacia sus propios símbolos, se regodean en denigrar los de los demás y esperan encima que se les ría la gracia. No puede dejar de señalarse que contar con la tolerancia, la aquiescencia o el silencio avergonzado de los que tienen encomendada la representación de los españoles no sólo les da alas, sino que favorece el destrozo que buscan causar.
Contribuyen también a la demolición los que desde cierta sedicente izquierda, en lugar de reivindicar la solidaridad entre españoles, se apuntan a convalidar las maniobras divisivas de quienes no tienen otro propósito que guardar lo suyo para sí y desentenderse del resto, no sin antes sacar la tajada que puedan del caudal común. Ya no se recatan en explicar el motivo de ese comportamiento, de tintes casi suicidas: es el precio que hay que pagar para que nunca vuelvan a contar para formar la voluntad general, y menos aún a acceder al Gobierno, los millones de conciudadanos cuyas ideas juzgan ilegítimas y no merecen, a su juicio, otra suerte que quedar definitivamente amortizadas.
De ahí la tibieza, rayana en algún caso en la indiferencia, con que comparecen sus representantes institucionales en los actos que les van en el cargo, y la ferocidad, que nada tiene que envidiar a la de los más exaltados separatistas, con que aquellos que se ven libres de ese corsé se unen a la campaña de acoso y derribo de la odiosa hispanidad. En paralelo, se complacen en cantar la bondad inexorable, si no la excelencia, de cuanto se afirme por oposición a lo hispánico: desde las instituciones y la cultura de todos los pueblos originarios hasta la expresión más ínfima del folclore o la costumbre particular de un territorio.
Pero no son los únicos que ayudan, entre nosotros, a los que tienen como meta primordial deshacernos como país y como comunidad política y de intereses y valores. Para redondear la faena, cuentan con esos que desde sectores alarmantemente amplios de la derecha se han arrojado a un discurso que se basa en la negación del presente que nos acucia, el pasado del que provenimos y el futuro probable que nos aguarda. Esos que el día de la Fiesta Nacional van y desentierran visiones caducas de España en las que no cabe lo que nuestro país ha sido, ni lo que es hoy, ni lo que verosímilmente puede ser. Y lo que es aún peor: recurren al griterío para hacer ver que la suya es la única forma auténtica de ser español y para apropiarse de un día que, como los soldados que desfilan, es de todos: también de los muchos que no comparten ni compartirán sus arengas y consignas.
Costó mucho hacer este país. Ha costado mucho traerlo, en condiciones razonables, a estas alturas del siglo XXI. Triste sería que estos dinamiteros consiguieran arruinarnos el esfuerzo.